A diferencia de muchos de mis colegas, no he sido nunca partidario de gobiernos divididos per se. Tratándose de una peculiaridad de sistemas presidenciales -y parcial y esporádicamente de regímenes híbridos como el francés- no suele presentarse el caso en el parlamentarismo. Por definición, en el caso inglés, por ejemplo, un gobierno casi siempre dispone de una mayoría parlamentaria (absoluta, es decir la mitad más uno, o relativa, es decir más que los demás). En la hipótesis presidencial, que se deriva del antecedente norteamericano de 1787, con frecuencia se produce el impasse que hoy vemos en Estados Unidos, y que vivimos en México entre 1997 y 2018: un presidente de un partido, sin mayoría de ese partido en el Congreso, o frente a una mayoría opositora, en una o ambas cámaras.
He preferido siempre un mecanismo que garantiza, o de cualquier manera posibilita, que un presidente electo por el sufragio universal cuente con una mayoría legislativa que le permita poner en práctica su programa y gobernar con eficacia. Y cumpliendo con el mandato que le confirió el electorado. Sé que muchos estudiosos consideran que un sistema como el de la V República en Francia distorsiona la separación de poderes y tiende a crear ejecutivos súper poderosos. El presidencialismo puro, que impera en casi toda América Latina, obliga a negociaciones y acuerdos, y tiende a alentar proyectos de gobierno centristas, productos de los compromisos y distintas fuerzas disímbolas. A muchos les encanta; a mí no.
Pero mi preferencia, como la de muchos otros, incluía una reserva, o una concesión tal vez en alguna medida hipócrita. Una cosa es una mayoría parlamentaria asegurada para un presidente electo por el sufragio universal directo; otra cosa es la posibilidad de cambiar la Constitución con facilidad. La mayoría simple es indispensable para gobernar conforme a los deseos de los votantes; modificar la Constitución debe ser casi imposible. La estadounidense ha sido enmendada apenas 27 veces en casi 250 años, de las cuales diez fueron al arranque de la independencia (el llamado Bill of Rights); en realidad, se han producido 17 cambios en dos siglos y medio. La francesa, del General de Gaulle de 1958, lo fue en 27 ocasiones, la más reciente siendo la inclusión del derecho al aborto, este mismo año.
La Constitución de 1917 ha sido objeto de más de setecientas modificaciones en total, algunas ridículas, otras trascendentes. Por muchas razones, ha sido fácil cambiar repetidamente una carta magna que debiera ser casi inamovible, y en todo caso alterable únicamente por un virtual consenso del poder legislativo o por un referéndum -no previsto en México, pero sí en un gran número de países democráticos. Lo que resulta aberrante hoy en nuestro país es que una mayoría legislativa con 54% del voto popular, catafixeada en 74% de los escaños en la Cámara baja, y en 86 curules en la alta, lleve a cabo una transformación constitucional de enorme calado.
La idea en general es que las grandes modificaciones a las reglas del juego, al arreglo institucional, al régimen económico y al vínculo con el resto del mundo deben ser aprobadas (o rechazadas) por amplios márgenes. Huelga decir que no siempre es así: la salida de Inglaterra de la Unión Europea se decidió por una pequeña diferencia, algo absurdo en vista de la trascendencia del asunto. Pero por un voto, llegar a transformar tan radicalmente el sistema de administración de justicia en un país con escasas tradiciones democráticas y de separación de poderes, representa una aventura y una flagrante violación de cualquier principio democrático. Si, además, ese voto fue conseguido y asegurado gracias a un truculento canje de impunidad versus afinidad, rebasamos el límite de lo tropical: pasamos a la etapa francamente bananera.
Gobiernos mayoritarios, avalados por el sufragio universal y dotados de sólidas mayorías legislativas para gobernar con fidelidad a un programa son necesarios en países como México, tan urgidos de cambios de fondo en prácticamente todos los ámbitos. Pero mayorías espurias y exiguas para consumar un cambio de régimen constitucional a todo vapor y sin debate alguno —los firmantes de la carta al Washington Post le mintieron descaradamente a los lectores del diario: no hubo ninguna discusión durante la campaña sobre la reforma judicial— es algo insólito en México y en cualquier país más o menos democrático. Allende procuró algo por el estilo con 36% del voto: las cosas no salieron muy bien que digamos.