No es el objetivo de este artículo analizar técnicamente la reforma judicial morenista, ni siquiera su fondo, sino tan sólo sus formas y la moralidad de las mismas.
Vayamos por pasos:
Una república democrática define sus reformas y decisiones legislativas por medio de la inteligencia y el diálogo entre los respectivos miembros de su congreso, es decir, por medio de argumentos libres, sólidos y convincentes; una incansable acción dialéctica y civilizada, siempre en busca de la razón, de la verdad, y de las mejores decisiones posibles ante los diversos problemas que nos aquejan a todos.
Ahora, regresemos al presente.
No creo que haya nadie tan tonto o tan ingenuo como para no darse cuenta de que la traición de Yunes a la oposición y al pueblo al que representa (aquel mismo que le confió su voto mayoritario), fue posible, en gran medida, gracias a la inmoral violencia de un oficialismo autoritario y gansteril, en extremo coercitivo: <<o votas con nosotros, o tú y tu familia serán refundidos en la cárcel; tú decides, querido Yunes>>, fue, de manera muy resumida, aquella encrucijada a la que se vio sometido el cobarde y corrompido político en cuestión. Y no faltará el cínico o el conformista que diga: bueno, pero es que así es la política; a lo que respondo que no, que así es sólo la mala política, pues me niego a resignarme a la mediocridad moral que casi siempre nos ha caracterizado tanto a nuestro pueblo como a nuestra respectiva casta gubernamental.
Lo anterior, entonces, no es republicano ni tampoco democrático, en absoluto, sino propio de un auténtico cártel y de su respectivo y diabólico capo.
Un sistema político ético y sano, persigue a los corruptos, y encarcela a Yunes si se demuestra, en estricto apego a derecho, que éste es un peligroso criminal, independientemente de que vote a favor o en contra de tu reforma judicial, y jamás exonera delincuentes a cambio de su total y absoluta sumisión y abnegación política (eso, nuevamente, es propio nada menos que de una verdadera mafia del poder, sin lugar a dudas).
Y claro que es entendible que se reduzca la condena de un criminal si éste, por ejemplo, se muestra arrepentido de sus acciones, coopera con las autoridades correspondientes y/o muestra en prisión una conducta intachable; pero de ahí a simplemente entregarle las guirnaldas de oliva, es decir, darle trato de héroe a un traidor y presunto criminal (sobre el que tú mismo asegurabas tener pruebas en abundancia que demostraban sus múltiples fechorías), hay, evidentemente, un abismo infranqueable de distancia.
Estos simples, pero tan macabros y reveladores hechos recientes, no sólo demuestran de forma fehaciente que nuestra recién nacida república democrática ya no tiene pulso, sino también que el presidente de la «república» (que no sólo calla ante semejante monstruosidad, sino que la aplaude pública y fervorosamente), es un auténtico tirano, el deleznable dictador de clóset que muchos, tristemente, siempre profetizamos que era (a detalle y con auténtica precisión).
Aquí la lucha ya no es entre centristas, derechistas e izquierdistas, sino entre los que creemos en la república y el Estado de derecho, y los abnegados aplaudidores de una incuestionable y tiránica autocracia, que tienen como fin supremo no el progreso de México, sino la maquiavélica obtención de un poder cada vez mayor y concentrado en ellos y en los suyos, arrebatado del pueblo al precio que sea y para beneplácito específico de su tan idolatrado, así como falso y fallido mesías.