En las calles adoquinadas de Venecia, el eco de las pisadas resuena como un susurro que se desvanece entre las aguas, claro, en el remoto caso de que encuentres poca gente a tu paso. Esta ciudad, antaño emporio de comercio y cultura, hoy enfrenta una seria paradoja: el turismo, fuente de ingresos, ha comenzado a asfixiarla. Varios lugares en el mundo están al borde del colapso bajo el peso de visitantes que, sin quererlo, destruyen aquello que vienen a admirar.

La ciudad de los canales ha implementado medidas drásticas para limitar el número de turistas. La más reciente, la imposición de una tarifa de entrada que busca reducir la marea humana que inunda sus calles y puentes. Los locales se quejan del hacinamiento, el incremento del costo de vida y la pérdida de las conexiones comunitarias tradicionales, mientras ven al turismo como una plaga que convierte sus espacios en una especie de parque temático.

En Barcelona, los residentes han protestado contra la proliferación de apartamentos turísticos que elevan los alquileres y expulsan a los locales de sus propios barrios. Las Ramblas, una vez el corazón vibrante de la ciudad, se han convertido en un río de turistas, erosionando el tejido social que mantenía viva la esencia comunitaria. El ayuntamiento ha respondido limitando las licencias de alquiler turístico y promoviendo el turismo sostenible.

Ámsterdam, célebre por su vida nocturna, ha restringido la expansión de tiendas de souvenirs y recorridos guiados en el Distrito Rojo, tratando de reducir el comportamiento desordenado y el turismo de masas. La medida ha sido recibida con aplausos por muchos locales que anhelan recuperar su ciudad de las hordas de turistas. Otras ciudades europeas tienen circulación vehicular restringida en calles donde viven los locales (jugoso negocio para el gobierno, pues los señalamientos son imperceptibles para los conductores foráneos que reciben las multas).

La paradoja es clara: lo que se busca preservar puede ser destruido mientras se admira. El turismo, que por un lado representa un formidable impulso económico y social, debería ser una forma de conexión y aprendizaje, y no un agente de disrupción y deterioro. En Tailandia, la famosa playa de Maya Bay, inmortalizada en la película «La playa», cerró indefinidamente debido a los daños ecológicos causados por el exceso de residuos químicos de los protectores solares. Más turismo, menos corales, fue el epitafio de una fórmula perdedora. El cierre busca darle tiempo al ecosistema para recuperarse, un recordatorio de que los paraísos naturales no son inmunes a la destrucción por exceso de amor. Las Islas Marietas, en Nayarit, atinadamente han dosificado el número de visitantes. Tulum y Holbox sufren por sobrecarga de infraestructura, afectaciones ambientales e inflación local.

Las soluciones no son simples. Limitar el número de visitantes, imponer tarifas y promover el turismo sostenible, han demostrado ser medidas efectivas. Viajar no debe ser un acto de consumo unilateral, sino de respeto y admiración genuina. Los turistas deben aprender a ser visitantes respetuosos, conscientes de su impacto.

Una sociedad que valora la diversidad y la belleza del mundo debe también aprender a protegerla. Es imperativo que tanto los gobiernos como los turistas entiendan que la preservación del patrimonio requiere sacrificio y moderación. Las Islas Galápagos aplican tarifas de conservación y restricciones severas en las rutas de los barcos turísticos. «Menos es más», dijo Mies van der Rohe. En el turismo, esta máxima se convierte en mantra: menos turistas pueden significar más vida, más autenticidad y más futuro para los destinos que amamos.

El turismo masivo, con sus claroscuros, evoca al progreso y destrucción que generó la Revolución industrial, a las ambivalencias de la agricultura intensiva, las dos caras de la moneda de la urbanización pujante, los asombros y temores que evoca la era de la inteligencia artificial, y los contrasentidos de la tecnología digital y las redes sociales. Maximizar beneficios y mitigar adversidades seguirá siendo clave para el ser humano.

Quizá lo único permanente es la impermanencia: donde algo florece, irremediablemente algo comienza a morir.

@eduardo_caccia

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