Hace 17 años Steve Jobs caminó en el escenario de un centro de convenciones en San Francisco, templo de la tecnología donde el mensaje del fundador de Apple era uno de los momentos más esperados. Al estilo del líder de un culto dijo que había esperado el momento durante dos años y medio y enfatizó un hecho histórico del cual él era protagonista: «De vez en cuando, surge un producto revolucionario, que lo cambia todo…». En aquella histórica intervención, fue develando el misterio de un nuevo lanzamiento mientras los fieles vitoreaban y aplaudían cada uno de los milagros que aquel invento era capaz de hacer. Nacía para el mundo un prodigioso artefacto, un asombro quizá similar a cuando el primer humano sobre el planeta percibió las llamas y el calor del fuego.
Las grandes mentes suelen decir cosas que para su época parecen carentes de sentido, lejanas o ficticias. Fue en 1971 cuando el economista y politólogo Herbert A. Simon escribió: «En un mundo rico en información, la riqueza de información significa una escasez de otra cosa: la escasez de lo que sea que la información consuma. La información que consume es bastante obvia: consume la atención de sus destinatarios. Por lo tanto, una gran cantidad de información crea una pobreza de atención y la necesidad de asignar esa atención eficientemente entre la abundancia de fuentes de información que podrían consumirla». Simon no vivió lo suficiente para evidenciar que el teléfono inteligente nos daría una feroz batalla por capturar nuestra atención, usando notificaciones y algoritmos para mantenernos enganchados.
La parte adversa de este fabuloso invento es que puede llegar a fragmentar la atención y a afectar nuestra capacidad de concentración y convivencia, generando estrés, ansiedad y dependencia. No sólo hemos perdido la habilidad de memorizar teléfonos (tema inútil toda vez que el aparato lo recuerda por ti), hay otros casos extremos: el conductor de un vehículo decide orillarse del camino cuando el navegador interrumpe su función, alguien más se queda sin comer luego de que la aplicación no responde.
Los personajes de Bradbury terminaron en soledad y perdieron habilidades sociales, una especie de isla emocional. «Zombies digitales», les ha llamado la socióloga Sherry Turkle en su libro Solos juntos, que normaliza la soledad y la conexión superficial, una especie de «proximidad distante» en la que estamos metidos cada vez que tomamos el teléfono, o sería mejor decir, cada vez que el teléfono nos toma a nosotros y genera más oxímoros: conexión solitaria, información desinformada, avance retrógrado, comodidad estresante, privacidad pública, adicción liberadora. Encima llega la inteligencia artificial. El maridaje suena alucinante. El reto también. Hagamos cosas que nos recuerden lo que significa ser humanos, como escuchar música.
¡Alexa!, toca «Polvo en el viento»…
@eduardo_caccia