La decisión aparente de Tesla de posponer la construcción de su fábrica en Nuevo León, así como la semipolémica que se ha dado en tiempos recientes entre el candidato Donald Trump y la presidenta electa mexicana sobre posibles aranceles que Estados Unidos impondría a exportaciones chinas de México a Estados Unidos, constituye una buena oportunidad para plantear una idea casi clásica de las relaciones de México con el mundo.
Como se sabe, Elon Musk anunció que dejaría para después la fábrica de las afueras de Monterrey por temor a los aranceles que Trump le impondría a productos procedentes de México. También se habrá notado que en días recientes el secretario de Hacienda mexicano subrayó la magnitud gigantesca del déficit comercial de México con China: importamos diez veces más de lo que exportamos a ese país. Y últimamente también ha habido publicaciones en distintos medios internacionales señalando que las inversiones chinas en México han comenzado a aumentar en años recientes, sin que haya una contabilidad del todo confiable al respecto, como lo ha escrito Enrique Quintana.
Para algunos, dentro y fuera del gobierno, estos acontecimientos pueden representar una oportunidad para México de jugar la carta china, o coquetear con China, o de buscar una alternativa a la concentración de nuestra relación económica con Estados Unidos. Esto puede verse en el ámbito comercial, tecnológico, financiero e incluso, hasta cierto punto, geopolítico. El anterior secretario de Relaciones Exteriores coqueteó en varias ocasiones con Beijing; Alicia Bárcena, la actual secretaria, en un par de ocasiones por lo menos, ha sugerido que si Estados Unidos no profundiza la cooperación con México como nosotros quisiéramos, existe la alternativa china. E incluso la presidenta electa tomó una decisión hasta cierto punto temeraria, en el sentido de que el primer embajador al que recibió después de su elección fue al de Xi Jinping, que traería una carta de su jefe que debía entregar en persona, aunque en principio para eso existe el correo.
Más allá de si esto es factible desde el punto de vista chino —no es evidente que lo sea— va un poco en contra de una especie de regla no escrita de la política exterior mexicana o de la relación de México con el mundo. Esta regla no escrita versa así: México no coqueteará ni se volverá amigo o aliado de un adversario de Estados Unidos, sea cual fuera. El ejemplo inicial y clásico de este axioma fue el famoso Telegrama Zimmermann y la reacción de Venustiano Carranza al respecto.
Algunos recordarán que durante la Primera Guerra Mundial el káiser Guillermo le ofreció al presidente mexicano, a través de un famoso cable, devolverle a México lo que Estados Unidos le había arrebatado en 1848, si México se aliaba a Alemania para derrotar a Woodrow Wilson y a los aliados en Europa. Carranza rechazó categóricamente la oferta y, sin necesariamente haberlo verbalizado de esa manera, entendió que para México era excesivamente peligroso aliarse con un país al cual Estados Unidos le había declarado la guerra.
Durante toda la época de la existencia de la Unión Soviética, México mantuvo siempre una postura muy clara, tanto antes de la Segunda Guerra Mundial como durante la Guerra Fría. Podía tener relaciones diplomáticas con Moscú —no siempre, por cierto— pero nunca entrar en cualquier tipo de cercanía, alianza o coqueteo geopolítico con la URSS. Las relaciones económicas, militares, turísticas, financieras, fueron prácticamente nulas, y cuando se dio el mayor enfrentamiento de la Guerra Fría —la crisis del Caribe en octubre de 1962—, López Mateos claramente tomó el partido de Kennedy. Los coqueteos mexicanos con Cuba desde 1959 hasta los médicos —esclavos— contratados por López Obrador no pertenecen a la misma liga. Estados Unidos ha designado a la dictadura castrista como un régimen enemigo, pero lo es solamente de pacotilla. México sí puede jugar en segunda división.
A partir de la emergencia de la rivalidad agudizada entre Estados Unidos y China hace unos diez años más o menos, los presidentes Peña Nieto y López Obrador han sido sumamente prudentes en nunca tentar al diablo y buscar algún tipo de no alineamiento, o equidistancia, o cercanía con Beijing. El gobierno de Peña Nieto canceló la opción de que la empresa china Huawei construyera la línea de fibra óptica troncal de México a la frontera y a lo largo de la misma; López Obrador inmediatamente descartó la posibilidad de adquirir scanners chinos para agilizar los cruces fronterizos en el norte, una vez que el gobierno de Estados Unidos pidió públicamente que así fuera. No ha habido por parte ni de Peña Nieto ni de López Obrador ningún tipo de acercamiento. En el caso de este último, ni ha visitado China ni ha invitado a Xi a venir a México, y sólo tuvo un encuentro protocolario con él en la conferencia de APEC.
Es posible que esta tesis casi fundacional de la política exterior de México se haya vuelto obsoleta, o nunca haya existido, o nunca debió haber sido adoptada. Habrá quienes hoy pretendan que, al contrario, la creciente rivalidad entre Estados Unidos y China le ofrece grandes oportunidades a México para intentar jugar a uno contra el otro y aprovechar distintas opciones que se presenten gracias a dicha rivalidad o nueva guerra fría. Otros pensamos que se trataría de una actitud excesivamente temeraria, que no toma en cuenta una serie de evidencias innegables: tenemos una frontera con Estados Unidos, 12 millones de mexicanos viven en Estados Unidos, un millón y medio de ciudadanos norteamericanos viven en México, la mayor parte de nuestro comercio es con Estados Unidos, y hay ciertas cosas que Estados Unidos no está dispuesto a tolerar con determinados países. México es uno de esos países y los distintos presidentes mexicanos siempre lo han tomado en cuenta.