No tengo, todavía, ningún conocido que afirme que la tierra es plana. Tampoco he cruzado el camino de alguna persona que asegure, sin pruebas, que la ciencia y sus descubrimientos son nocivos para nuestra especie. Aunque sí he presenciado ciertas discusiones acerca de la veracidad de la llegada del hombre a la luna y atestiguado otras, bastante divertidas, sobre la posibilidad de vida extraterrestre.
Sin embargo, siempre debemos contemplar que existe una importante diferencia entre lo que sucede y lo que deseamos. El fundamento de este inusitado periodo de desinformación que vivimos está, precisamente, en la mezcla entre lo que sentimos y lo que indican los datos duros y la información confirmada.
Habrá quienes puedan retarlo a uno para que suba a un cohete espacial y verifique que el planeta es redondo, porque están convencidos de la existencia de una conspiración de cientos de astronautas que, a propósito, han fotografiado a la Tierra durante décadas de una forma diferente a la que tiene; porque no aceptan -ni aceptarán- ninguna imagen que se les muestre, por convincente que ésta sea. Es una realidad que, tristemente, prefieren no asumir.
Pensar que cada uno tiene derecho a imaginar como es su propio planeta puede sonar a un derecho, pero no necesariamente lo es. Si, por ejemplo, suministramos mala información a niñas, niños y jóvenes, los colocamos en una situación de enorme riesgo; más o menos la misma en la que se ubicaron varias generaciones a las que se les dijo que un hombre de una fortaleza tremenda, Atlas, sostenía el mundo, apoyado en una gigantesca tortuga. A ese periodo lo llamamos “oscurantismo” y correspondió a la Edad Media, un lapso en la historia en el que el pensamiento, la tecnología, el conocimiento y las artes, se estancaron frente a la ignorancia, el fanatismo y la superchería.
Es curioso que, en la época de mayor acceso a todo tipo de datos, seamos una de las sociedades que más creen en mentiras y noticias falsas. Es posible que esto se deba a que nos interesa más recibir y compartir supuestos datos que coinciden con nuestras emociones, en lugar de tomarnos un poco de tiempo en analizar si son reales.
A todas y a todos nos gusta ser aceptados por la mayor cantidad de gente posible y saber que nuestras ideas, gustos y opiniones, están alienadas con las de personas que comparten nuestro origen y formación. Sentirnos incluidos es un comportamiento natural de los seres humanos. No obstante, la historia comprueba que, cuando eso sucede solo porque sí, una sociedad pierde inteligencia y creatividad.
El verdadero desarrollo se consigue cuando tenemos la oportunidad de expresar diferentes ideas acerca de problemas y retos comunes, con absoluta libertad y respeto. Para quienes se resisten a dejar sus concepciones sobre una sociedad como la nuestra, valdría la pena que tomaran un poco de tiempo y revisaran su entorno y los distintos entornos de otros segmentos de la población, con los oídos abiertos y la mente aún más receptiva a lo que están por descubrir.
En mi experiencia, y en lo que he tenido oportunidad de estudiar acerca de otras sociedades, los cambios duraderos siempre suceden de abajo hacia arriba y los acuerdos de civilidad y de prosperidad tienen que incluir a la mayor parte de la gente. Especular, o peor, acusar de manipulación y de falta de civismo a una abrumadora parte de la sociedad mexicana por una decisión tomada con contundencia, a través del ejercicio de un derecho democrático, es tratar de convencernos de que el planeta no gira en su propio eje, porque nunca lo sentimos y tampoco nos caemos.
Propongo, mejor, dialogar. Hablemos sobre lo que nos sucede, por qué nos sucede y qué significa en nuestro día a día. Reflexionemos, con datos fiables e información precisa. Intercambiemos puntos de vista con todas y todos, particularmente con quienes no comparten nuestras ideas, porque solo así podemos pasar de una etapa oscura a una siguiente: esa que ya en alguna ocasión, cuando terminó la Edad Media, denominamos “renacimiento”.