«Es nefasto para un pueblo no habituado
a vivir bajo reyes y que ya cuenta con
leyes propias, elegir un monarca».
Spinoza, Tratado teológico-político, [XVIII, 226]
Hay tiempos de acción y tiempos de reflexión. Pero en todo momento uno vuelve a sus clásicos, y el mío -como quizá sabe el amable lector- es Baruj Spinoza, el «más amable de los filósofos», según Russell. Su vida y su obra ayudan a pensar los predicamentos de la libertad en un mundo de odios teológicos y pasiones políticas no muy distinto del que le tocó vivir.
A sabiendas del peligro que corre nuestro sistema judicial ante los embates del poder hegemónico que busca ser absoluto, me he preguntado ¿qué escribió Spinoza sobre la relación entre los jueces y los monarcas? No es solo un tema mexicano. El autoritarismo populista pretende eliminar la justicia autónoma en Hungría, Israel, España, Estados Unidos, entre otros países.
Como siempre, encontré pasajes pertinentes. Conviene recordar que Spinoza escribió casi un siglo antes de Montesquieu, sin vislumbrar la teoría de la división de poderes. Y sin embargo, cuando en su juventud tuvo que afrontar la quiebra económica de su familia, no recurrió a la influencia política o eclesiástica o al cobijo de su comunidad: acudió a tribunales civiles, que eran independientes. Por eso no sorprende que sostenga la radical diferencia entre el poder y la justicia. El monarca busca la sujeción, trabaja para su propia gloria; el juez representa la libertad, trabaja para la concordia.
En el Tratado teológico-político, su crítica a la historicidad de la Biblia, Spinoza examina el Antiguo Testamento (que conocía a la perfección y, por supuesto, leía en el original) para ponderar el período de los jueces de Israel sobre el de los reyes, que lo sucedió. El contraste que advierte no es una preferencia sino una evidencia. Los jueces Deborah, Jefté, Gedeón, Sansón eran jefes tribales y guerreros supremos, pero gobernaron con mayor recato y sensatez que los monarcas: el dubitativo Saúl, el imperioso, torturado y vengativo David, e incluso el sabio Salomón. Transcribo aquí tres citas sobre las diferencias, en temas cardinales: la paz o la guerra interna y externa; el mando discreto o la ambición y la crueldad; la obediencia a la ley o el aliento a las profecías falsas y los impulsos destructivos.
Si computamos […] el tiempo durante el que (los israelitas) pudieron gozar de absoluta paz, hallaremos una gran discrepancia. Antes de los reyes […] pasaron muchas veces cuarenta años y en una ocasión (cosa inimaginable) ochenta años, sin que hubiese ninguna guerra externa ni interna. En cambio, una vez que los reyes consiguieron el poder, como ya no había que luchar […] por la paz y la libertad sino por la gloria, leemos que con la única excepción de Salomón (cuya virtud, la sabiduría, podía revelarse mejor en la paz que en la guerra), todos hicieron la guerra.
Se añadía a ello el ansia mortífera de reinar, que abrió a más de uno el camino hacia un reinado tan cruento. En cambio, durante el anterior gobierno de los jueces, las leyes se mantuvieron incólumes y fueron observadas con mayor tesón.
Antes de los reyes, había muy pocos profetas que amonestaran al pueblo. Tras la elección de la monarquía, hubo muchísimos. No hay constancia de que el pueblo fuera engañado por falsos profetas sino después de que entregó el poder a los reyes, a los que muchos de ellos intentan halagar. No obstante el pueblo […] restablecía las leyes y se libraba así de todo peligro. Los reyes, en cambio, por ser siempre igualmente altivos y no dejarse doblegar sin sentirse ofendidos, se aferraron pertinazmente a sus vicios, hasta la total destrucción de la ciudad. [XVIII, 224-225]
Spinoza publicó esa obra bajo seudónimo en 1670. Dos años después, su dictamen se cumplió: las fuerzas monárquicas y eclesiásticas derrocaron a los hermanos De Witt (gobernantes republicanos, ilustrados, liberales y tolerantes). Una turba fanática los linchó y, literalmente, devoró. Con riesgo de su vida, Spinoza se dispuso a enfrentar a aquella multitud, y clavó en su puerta un llamado contra la «última barbarie».
Holanda tardaría en recobrar la civilidad política que proponía Spinoza. Pero él no viviría para verla. Ante la prepotencia y la irracionalidad, optó por seguir, estoicamente, un precepto de su Ética: «no lamentar ni celebrar, comprender las pasiones humanas».
A nosotros nos toca eso y más: defender a los jueces frente al «ansia mortífera de reinar».
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