Tal vez algún día sepamos si la denuncia anónima presentada contra colaboradores de Arturo Zaldívar en la Suprema Corte y el Consejo de la Judicatura es cierta o no. Asimismo, no es imposible que dentro de algunos meses —o años— se sepa si las acusaciones contra sus tres subalternos lo involucran a él, o no. Pero desde hoy hay algo que sí sabemos: su comportamiento resulta incomprensible fuera del trópico mexicano (aunque él provenga del altiplano).
En muchos países, las designaciones al máximo tribunal constitucional —llámese suprema corte, consejo constitucional, alto tribunal o supremo tribunal de justicia— son vitalicias. En otros, se trata de nombramientos del Poder Ejecutivo, ratificados o no por el Poder Legislativo, y son vigentes durante un plazo determinado. En el primer caso no existen usos y costumbres en relación a las actividades de los integrantes del órgano en cuestión, por definición; en el segundo caso, pueden existir prohibiciones explícitas o tácitas de ciertas actividades una vez concluido el período para el cual fueron nombrados.
Pero dudo que en muchos países se permita lo que ha hecho Zaldívar en México. No me refiero, por supuesto, a la renuncia anticipada. En Estados Unidos, por ejemplo, el ministro Stephen Breyer abandonó su cargo en vida para permitirle a Joe Biden designar a un sucesor de la misma inclinación jurídica. Y se le reclamó ácidamente a Ruth Bader Ginsburg el no haber renunciado a tiempo para que Barack Obama postulara a quien la sustituyera, aun sabiendo que padecía un cáncer terminal. Me refiero al paso de Zaldívar de la Presidencia de la Suprema Corte al activismo electoral en la campaña de Claudia Sheinbaum.
Se podrá responder que nadie puede despojar a un ciudadano de sus derechos políticos, que incluyen, desde luego, el proselitismo político. No es del todo cierto: los militares, los curas, ciertos presos, y desde luego los funcionarios de todo tipo sacrifican algunos de sus derechos políticos a cambio de otros. La pérdida puede ser formal, o implícita: los ministros de la Suprema Corte norteamericanos, cuando asisten al informe presidencial, no aplauden ni se ponen de pie durante el discurso del mandatario. Y los ministros mexicanos no pueden ejercer un cargo público sino dos años después de haber dejado la Corte.
El problema no es jurídico, sin embargo. Consiste en el famoso adagio sobre la esposa de César: debe estar por encima de toda sospecha. ¿Cómo creer que Zaldívar no simpatizaba —no era parcial con— las causas jurídicas —los casos ante la Corte— antes de militar en la 4T? ¿Cómo no pensar que pudo haber fallado en tal o cual caso, de tal o cual manera, a cambio de un apoyo posterior a la causa a la que se sumaría, también posteriormente? Y en efecto, ¿cómo no sospechar que la filtración de la denuncia, y ésta misma, no se deben a fuego amigo, es decir a adversarios jurídicos, personales o políticos de Zaldívar dentro del Poder Judicial?
La mejor manera de evitar todo esto —así como muchas otras consecuencias de naturaleza parecida— residía en respetar la letra y el espíritu de la ley de “espera”: dos años sin cargo y sin actividad política, por lo menos para un ministro de la Suprema Corte. Para ahorrarnos a todos las sospechas de la parcialidad previa de Zaldívar. Y ahorrarle a él las sospechas de que efectivamente haya realizado todas las actividades descritas en la denuncia, en contubernio con funcionarios del gobierno, jueces y despachos de abogados. A menos de que las sospechas no sean… sospechas, sino realidades.