Andrés Manuel López Obrador prometió acabar con la corrupción. Previsiblemente, no lo logró. Aunque nunca lo especificó, en su espectro mental, hablar de corrupción es hablar de servidores públicos cometiendo peculado, creencia anclada en un criterio binario «pueblo bueno, gobierno malo». En el único diálogo que tuve con el entonces candidato a la Presidencia, le argumenté que la corrupción sí era un fenómeno cultural. En aquellos momentos de campaña, el tabasqueño usaba el dicho del presidente Peña Nieto para defender al pueblo de una supuesta ofensa, pues interpretó lo de «la corrupción es cultural» como agravio, como una descripción genética y no como un fenómeno sistémico. ¿Por qué un Presidente que hace alarde de honestidad y que tomó la bandera de la lucha contra la corrupción no pudo acabar con ella?
Otra medida clave sería mejorar los sistemas institucionales; esto implica fortalecer (no debilitar) instituciones, tener funcionarios mejor capacitados. Y no podría faltar la participación de la sociedad y el empoderamiento ciudadano, a través de la educación cívica, para crear conciencia de que la corrupción es una práctica social y nos daña a todos. Habrá que tomar en cuenta que la corrupción no gusta de la división de poderes y le incomodan los contrapesos. Cuando el poder se concentra, se corrompe.
Por ser transversal a las anteriores medidas, mención aparte merece el uso de la tecnología. Implantar sistemas de gobierno electrónico con soluciones tecnológicas para automatizar procesos gubernamentales, donde menos decisiones dependan de una persona, sería un enorme avance. Usar, además, la tecnología blockchain con fines de transparencia y trazabilidad, haría una mancuerna formidable. Nada de esto es utópico. Se requiere voluntad política. Evaluar las propuestas de candidatas y candidatos a diferentes puestos de elección popular en función de su propuesta anticorrupción es un buen criterio para decidir el voto. Aun así, no le crean a quien prometa acabar con la corrupción en un periodo de gobierno, es generacional. Acaso puede atenuarse.
La construcción (y el fortalecimiento) del ciudadano es central para una mejor sociedad. Ser ciudadano no debería ser sinónimo de habitante, o un estatus migratorio o vivir en la ciudad. Debería ser un sustantivo para referirnos a la persona capaz de renunciar al beneficio de la corrupción, capaz de ver más allá de ventajas individuales, capaz de renunciar a prácticas sociales nocivas, en aras de un mejor país para ella o él y sus descendientes. Paralelo al uso de la tecnología debemos pensar con visión de campesino: necesitamos sembrar hoy los gobernantes del futuro, aceptando la máxima de que no tenemos el gobierno que merecemos, tenemos el gobierno que somos.
Auguro que, en el último día de gobierno del presidente López Obrador, será doloroso y certero parafrasear a Monterroso: Y al despertar, la corrupción seguía ahí.
@eduardo_caccia