Creo que Xóchitl Gálvez tiene toda la razón en exasperarse ante la nube de consejos que le ofrecen sus asesores para los debates presidenciales. En efecto, cuando no se cuenta con un equipo compacto, homogéneo, imbuido de un espíritu de cuerpo construido a lo largo de varios años, la cacofonía de opiniones encontradas puede frustrar, o enloquecer, a cualquiera. Los ensayos son cruciales, pero todo depende de quienes ocupan los lugares de los contrincantes: si no son verosímiles, o si se tornan complacientes, no sirven. Y si se pasan de rudos, enrabian al candidato o candidata.
Siempre surgen varios peligros. Tratar de aprender todo de memoria —casi nadie puede: sólo vi a Ricardo Anaya capaz de semejante faena, pero perdió espontaneidad al hacerlo— o llevar todo por escrito —lo que obviamente le sucedió a Xóchitl durante el primer debate, en el que leyó incluso su cierre: pecado imperdonable— se antoja contraproducente. El punto intermedio, a saber, algunas tarjetas, algunas frases aprendidas de memoria, mucha espontaneidad, y mucha disciplina para ceñirse al mensaje central, se dice fácil pero en general resulta extremadamente difícil, si no imposible.
Pude participar en distintas medidas en la preparación de debate de varios candidatos o precandidatos en 1994, 2000, 2006 y 2018. Sé lo complicado, frustrante y exaltante que puede ser. Pero como sigo siendo metiche, van algunas ideas para que el equipo de Xóchitl (no ella: para qué atosigarla más) los considere.
La única estrategia es el ataque, constante e inmisericorde. Debe hacer caso omiso de las reglas del debate previamente acordadas por sus representantes, e interrumpir repetidamente a Sheinbaum, con una sola pregunta: “¿Por qué no contestas?” Justamente lo que no hizo en el primer debate, cuando teniéndola contra las cuerdas, la dejó escapar: se le fue viva. Si el tema central de la campaña opositora es la seguridad —creo que debe serlo— cada vez que hable Xóchitl debe abordar el tema, y enfrentar a su adversaria. Y cada vez que Sheinbaum esquive el tema, o se niegue a responder, o pase a otro asunto, debe interrumpirla: “¿Por qué no contestas?” Una y otra vez. Más aún: cuando sienta, con su gran agilidad y tino para el botepronto, que la candidata oficial dice alguna barbaridad, no hay que esperar su turno: increparla, con un par de palabras. Ningún ganador de debates respeta las reglas; pasarse de violarlas cuesta, pero respetarlas a pie juntillas cuesta más.
El exceso de temas pactado por los equipos perjudica a Xóchitl. No hay más remedio que los fenicios. Debe escoger uno, dos o tres —la seguridad, la salud, la corrupción— y volver incansablemente sobre ellos. Lo peor que puede hacer es alinearse ciegamente con los lineamientos del INE, aunque hayan sido aceptados por sus abanderados. Y más que nada, soltarse: como le dijo un amigo en una comida a mediados de junio del año pasado: ¡Que Xóchitl sea Xóchitl!
El primer debate que vi en televisión fue el de Valéry Giscard d’Estaing con François Mitterand en 1974. Era yo demasiado chico en 1960 —Kennedy contra Nixon— y no hubo debates en Estados Unidos en 1964, en 1968 y en 1972. El siguiente debate que observé tuvo lugar en 1976, entre Gerald Ford y Jimmy Carter. Tuve la suerte de participar en varios pos-debates en 2000 y 2018: en unos me fue bien, en otros regular. No creo que hubiera podido aportarle mayor ayuda a Xóchitl en esta ocasión —ni me lo pidió, ni se lo ofrecí—, pero sí me permito un consejo, además de los ya descritos. Ojalá haya conversado con Diego, Fox, Calderón y Anaya, sobre todo este último: estuvieron allí, saben cómo es, y la experiencia es una gran maestra. Suerte.