Hasta ahora, los mexicanos nos habíamos abstenido de exportar una de nuestras mercancías más reconocidas en el mundo y más competitivas: la corrupción. Ciertamente, de vez en cuando un empresario, un embajador, un narco o un académico incurría en el extranjero en nuestras prácticas preferidas, pero eran pocos y esporádicos los casos. Gracias al acuerdo de López Obrador con la dictadura de Maduro en Venezuela, ya nos adentramos en las grandes ligas. Estamos exportando ese producto mexicano por excelencia: la mordida.
Según anunció la Secretaría de Relaciones Exteriores, México entregará 11 000 pesos mensuales durante seis meses a cada venezolano que acepte ser repatriado —más bien, deportado— a su país en vuelos procedentes de México. La prensa oficial celebró el convenio; incluso Reforma, ya posiblemente en proceso de pravdazicación, publica una foto en primera plana de ciudadanos de Venezuela a bordo de un avión (lleno a la mitad) sonrientes y felices de volver a su patria. Patria donde de nuevo impera una inflación galopante, donde los esbirros del régimen represivo acaban de detener al jefe de campaña de la candidata opositora, que a su vez ha sido inhabilitada, y donde los 3800 dólares de mordida regalados por López Obrador pueden ayudarles a comprar algo de comer, si lo encuentran.
La foto de la felicidad es importante, porque mucho estriba en el carácter “voluntario” de la repatriación. De ser coercitiva, México estaría nuevamente violando el principio fundamental de los derechos humanos, a saber, el non-refoulement o no devolución. Este principio se plasmó en la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 y de su protocolo de 1967, de los que México es parte. Significa que no se puede devolver a una persona a un país de donde huyó cuando existen bases para creer que se encontraría en riesgo de un daño irreparable al volver, incluyendo la persecución, tortura, maltrato o alguna otra seria violación de derechos humanos. Es imposible sostener que en Venezuela no existe ese riesgo hoy.
A tal grado existe, que Estados Unidos, que negoció un complejo proceso de acercamiento con la dictadura de Maduro para poder reiniciar los vuelos desde ese país a Caracas a finales del año pasado (los acuerdos de Barbados), no ha podido llenar los aviones. Despegan pocos vuelos, y van medio vacíos. Obviamente no hay voluntarios, y el sistema jurídico norteamericano no contempla las mordidas públicas (las privadas abundan). México envió quizás un par de aviones a Venezuela en diciembre, y algunos más a Cuba, pero no ha sido fácil cumplirle a Estados Unidos. Durante enero y febrero no hubo vuelos a Venezuela, parece.
¿Por qué pensar que le estamos cumpliendo a Washington? Por una razón muy sencilla: los venezolanos actualmente en la frontera norte —entre 4000 y 5000 según Reuters— sólo esperan una oportunidad para pasarse con o sin autorización al otro lado. Es lo último que quiere Biden. Y es cierto que el gobierno de López Obrador ha cometido barbaridad y media para quedar bien con Biden en materia migratoria, incluyendo la incineración de 40 detenidos, incluyendo a venezolanos, en Ciudad Juárez hace un año. Hoy sabemos, gracias a una investigación publicada en The Guardian, que los guardias en el centro de detención sí estaban en posesión de las llaves de las puertas, y decidieron no abrirlas para permitir la salida, y la sobrevivencia, de los migrantes.
Pero que hayamos hecho cosas peores, y que este lamentable acuerdo sea únicamente un caso adicional de violaciones mexicanas a los derechos humanos y al derecho internacional de los mismos, no justifica esta última aberración. ¿Quién va a decidir si la repatriación es voluntaria? ¿Francisco Garduño y sus salvajes del Inami? ¿Se vale sobornar a los deportados para que se vayan sonrientes al infierno caraqueño? ¿En serio piensan que van a encontrar a decenas de miles de venezolanos que acepten la mordida? ¿Vale la pena esta vergüenza para unos cuantos miles, si resulta que sólo son ellos? Nadie debería aceptar tal ignominia.