Tras el estallido de la Revolución rusa de 1917 y el derrocamiento del zar Nicolás II, así como la dinastía Romanov, el líder del proletariado, Vladímir Ilích Uliánov, mejor conocido como “Lenin”, tomó las riendas del gobierno y llevó a la nación más grande del mundo a unirse con Transcaucasia, Ucrania y Bielorrusia, para formar la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), a finales de 1922.
Previo a su fallecimiento, en 1924, Lenin se hizo de dos muy cercanos colaboradores: Lev Davídovich Bronstein, popularmente identificado como “León Trotski”, y Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, “Stalin”. Finalmente, sería este último quien heredaría la Unión Soviética y perseguiría a Trotski hasta lograr su asesinato en 1940, en el antiguo poblado de Coyoacán, al sur de la enorme Ciudad de México. Fueron 16 años dedicados a huir y resguardarse del régimen stalinista.
En resumidas cuentas, Stalin accedió al poder y lo aprovechó para llevar a la URSS de la producción agrícola colectiva a la industrialización. Estableció planes quinquenales ideados para eliminar la hambruna en las zonas menos favorecidas de aquel país. Como buen creyente del marxismo-leninismo, impulsó la extrema centralización de una economía planificada. También, Stalin participó en la Primera Guerra Mundial, en la Revolución de Octubre (rusa), la invasión de Polonia, la guerra de invierno en Finlandia, destacando su liderazgo durante la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, a la par de lo antes mencionado, Stalin desarrolló una actitud paranoica que lo acompañó hasta el final de su vida. Durante dicha etapa, el dictador ruso creó campos de concentración, deportó a miles de compatriotas, tuvo una nula tolerancia hacia la crítica, y registró una muy alta persecución política contra sus adversarios. La Gran Purga es una vergonzosa mancha del Stalinismo, propia de su inflexibilidad e intransigencia.
“Amenazante, prepotente…”, así calificó el presidente de México al cuestionario que le envió la representante del periódico The New York Times (NYT), por medio del cual le dio a conocer que se encuentran haciendo una investigación “…con información de la DEA, en donde, gentes (SIC) vinculadas a mí, recibieron dinero…”. En su cólera, López Obrador hizo públicos los datos personales de la referida periodista. Aunado a ello, el tabasqueño sentenció: “Es una vergüenza. No cabe duda que (SIC) este tipo de periodismo está en franca decadencia. Es un pasquín inmundo, el New York Times…”.
Al día siguiente, el expresidente legítimo de México se mostró, además de incómodo, iracundo, cuando una reportera lo cuestionó: “¿Por qué lo hizo?”, refiriéndose a la difusión del número telefónico privado de la corresponsal del NYT. El mandatario se explayó en su respuesta: “…ustedes pueden calumniar impunemente…y no los puede uno tocar ni con el pétalo de una rosa…”. Enseguida, minimizó el riesgo de los periodistas y los llamó “desinformadores” y “manipuladores”. La reportera le insistió: “Entonces, no ve ningún error”. Interrumpiéndola, el presidente le espetó: “No”.
A ello, agregó que volvería a compartir información personal, sin importar lo dispuesto en la Ley Federal de Protección de Datos Personales. Andrés Manuel señaló, con su dedo acusador: “Por encima de esa ley, está la autoridad moral y la autoridad política…”, nada más le faltó decir que se refiere a su propia autoridad.
Hubiera sido más sencillo (y prudente) que AMLO dijera que fue un error y que había aplicado las medidas correctivas pertinentes, sin embargo, la intolerancia, el autoritarismo y lo irracional se hicieron presentes (una vez más), en un presidente frustrado. Por ello, además de las ideas colectivistas, la obstinación, y un tergiversado “nacionalismo”, deberíamos de preguntarnos si el próximo expresidente se estará Stalinizando.
Post scriptum: “No se puede hacer una revolución con guantes de seda”, Stalin.
*El autor es escritor, catedrático, doctor en Derecho Electoral y asociado del Instituto Nacional de Administración Pública (INAP).