Hay muchas maneras de interpretar la última ocurrencia de López Obrador, a saber, el envío de veinte iniciativas de modificación constitucional para esta sesión legislativa. En el caso altamente probable de que no consiga los votos necesarios más que para algunas, y eso quién sabe, las volvería a enviar en septiembre.
Existe la interpretación de táctica electoral que seguramente no es falsa. Buscaría colocar a la oposición en la incómoda postura ya sea a oponerse a iniciativas que a primera vista pueden ser muy populares y benéficas para la gente, o de aprobárselas y, en ese caso, darle la razón a él y de manera inevitable a su candidata a la presidencia.
Existe también la interpretación del legado y del blindaje, justamente tomando en cuenta la posibilidad de que su candidata gane la elección presidencial en junio. En esta versión, además de asegurar que muchas de sus ocurrencias se perpetuen por haber adquirido rango constitucional, le ata las manos a Claudia Sheinbaum. Tendría que buscar mayorías constitucionales para deshacer aberraciones como la pensión con una tasa de reemplazo del 100 %, o la elevación del salario mínimo siempre por arriba de la inflación de un año determinado, independientemente de las condiciones económicas nacionales o internacionales del momento. A Sheinbaum no le quedaría más remedio que plegarse ante las veinte iniciativas en caso de ser aprobadas.
Pero hay otra interpretación posible, que en cierto sentido es la más peligrosa, si damos por sentado que el carácter autoritario de muchas de estas medidas, sobre todo las que tienen que ver con el Poder Judicial, las autoridades electorales, y la conformación del Congreso, en efecto son peldaños hacia algún tipo de dictadura. Me refiero al carácter aparentemente irreversible que, según el propio López Obrador, le quiere imprimir no sólo a estas iniciativas sino al conjunto de su supuesta transformación. Hasta ahora de transformación ha habido muy poco. Los números sólo se conocerán con precisión después de que termine el sexenio. Pero es poco probable que veamos cambios importantes en la asignación de las partidas presupuestales, el monto del gasto social como porcentaje del PIB, etcétera. No hay hasta ahora ninguna cuarta transformación. No obstante, de llegarse a aprobar estas veinte iniciativas, algunas de las cuales son desde luego inconsecuentes, como la prohibición del fentanilo, podríamos empezar a hablar de una obra transformadora.
La diferencia entre los presidentes, los líderes, los movimientos o los partidos plenamente imbuidos de vocación democrática, y los que aspiran a otra cosa —la revolución, la perpetuación en el poder, el Reich de mil años, etcétera— radica en la aceptación justamente de la reversibilidad de sus políticas, de sus metas, incluso de sus grandes logros. Lógicamente desean que sus ideas transformadas en políticas públicas, que sus tesis transformadas en realidades, que sus anhelos transformados en cambios económicos, políticos y sociales concretos, gocen de la mayor longevidad posible. Ningún presidente se plantea como deseable la hipótesis de que su sucesor eche para atrás todo lo que él hizo. Pero la aceptación de que eso pueda suceder, y de desistir de la búsqueda de que no acontezca, es la marca de una vocación democrática. Ni los más revolucionarios, salvo desde luego los dictadores, pensaron o actuaron de la manera en que está comportándose López Obrador. Fidel Castro sí, desde luego; Mao Tse Tung sí, desde luego, aunque no le salió del todo la jugada; Salvador Allende no, por ejemplo.
Conviene recordarle a López Obrador, que tanto lo admira y tanto desconoce su verdadera historia, que días antes del golpe de Pinochet y del suicidio de Allende, éste había tomado la decisión de convocar a un referéndum que en caso de perder lo hubiera llevado a renunciar a la presidencia y a convocar a nuevas elecciones, tres años antes de lo previsto. Allende buscaba transformar la sociedad chilena, quizás con un alcance mucho mayor al que le correspondía dado el mandato que obtuvo en las urnas, pero nunca pensó en la irreversibilidad del cambio.
López Obrador dice y quiere que sus ocurrencias sean irreversibles. Más allá de si son inteligentes o no —la mayoría son bastante idiotas— lo importante es la búsqueda de lo irreversible. Demuestra una clara vocación autoritaria. Eso es lo más peligroso, en mi opinión, de esta nueva y última salida al ruedo del cansado y desgastado matador. No veo cómo alguien con convicciones democráticas puede seriamente aceptar la idea de un cambio irreversible en democracia. La democracia consiste justamente en que todo cambio puede ser anulado, revertido o contradicho, para bien o para mal. Si eso no nos gusta, entonces preferimos la perpetuación en el poder, si no de la persona, por lo menos de las ideas. Es, desde luego, la retórica del PRI, aunque nunca fue en el fondo la realidad de su gobernanza.