Nunca ha sido, para nada, la cobardía, la pobreza y ni siquiera la ignorancia, el mayor problema del chairo (spoiler alert: he ahí justo el primer sinónimo del término que ha dado título al presente artículo). Su talón de Aquiles es naturalmente su fanatismo: su incapacidad para aceptar la realidad irrefutable y objetiva, pues aceptarla, en su caso en particular, sería reconocer que su mesías no sólo no es tal, sino que es en verdad uno de los peores presidentes de toda la historia de México (basando semejante juicio en sus obras, en sus resultados tangibles, y no en lo que una inmensa horda, precisamente de fanáticos comprados, opina). El fanatismo es en realidad sinónimo de idolatría, de colocar toda nuestra fe y adoración no en algo genuinamente sagrado y celestial, sino, por ejemplo, en un simple mortal, saturado, al igual que todos nosotros, de múltiples virtudes y defectos. Y lo que sucede al adorar a mi prójimo (al considerarlo como una auténtica deidad en la tierra, digna de nuestra idolatría), es que automáticamente pierdo por completo la capacidad de criticarlo e incluso de poder reconocer que sus obras más malignas son malas en vez de buenas. Lo anterior significa que, si el sujeto de mi idolatría comete el crimen más atroz y deleznable posible, mi patológico fanatismo hacia él me obligará a creer, como ya lo decía, que semejante crimen no es malo, sino que es bueno (o al menos que fue cometido de forma heroica, en búsqueda de un bien mayor, de mi propio bienestar y/o del progreso del pueblo bueno, etc.) Es por eso que es imposible dialogar amigablemente con el chairo fanático (valga la redundancia). Frente a este tipo de persona, no nos queda más que ignorarla o que trollearla (en defensa propia, por supuesto), especialmente cuando se obstina, de modo agresivo y en extremo soberbio, en querer adoctrinarnos dentro del catecismo falaz de que los ricos y los clase medieros son malos y aspiracionistas, de que los criminales violentos son las inocentes víctimas de los primeros (por lo que merecen nuestros abrazos en vez de nuestros balazos), y demás locuras falsas, injustas, destructivas y empobrecedoras, construidas sobre arena y tan sólo para intentar sostener en pie la fachada fársica de que AMLO (o el cacique que sea) no es lo que en realidad es, sino más bien nuestro sacrosanto y tan esperado mesías prometido, aquel que logrará salvarnos de toda corrupción e incluso de nosotros mismos.