La desaparición de los organismos autónomos es una vieja idea de López Obrador. No representa una vieja idea de la izquierda mexicana, ni de la izquierda latinoamericana. Los cuerpos en cuestión tienen una razón de ser mexicana, pero también más amplia, en la región y en otras latitudes. En última instancia, constituyen a la vez un límite para las tentaciones autoritarias de los gobiernos de derecha en el mundo, y una especie de camisa de fuerza consentida e incluso aplaudida por y para los gobiernos de izquierda. Dan garantías de permanencia de la democracia —siempre en riesgo cuando partidos comunistas o castristas llegan al poder— y de políticas económicas sensatas —siempre en peligro cuando líderes populistas llegan al poder—.
El héroe de López Obrador, el presidente chileno Salvador Allende, firmó un equivalente a la idea de autonomía antes de tomar posesión en 1970: el Estatuto de Garantías Constitucionales. Para que la Democracia Cristiana votara por él en el Congreso y pudiera asumir la presidencia, se vio obligado a comprometerse con ella en una serie de temas, que pueden asimilarse a algunas de las autonomías que AMLO busca eliminar hoy. En 1981, François Mitterand celebró una serie de compromisos por el estilo, con algunos agregados económicos (la autonomía del Banco de Francia), para ganar la elección a pesar de su alianza con el Partido Comunista Francés. Lula, en 2002, además de su Carta al Pueblo Brasileño, garantizó la autonomía del Banco Central (sin rango constitucional en Brasil). La izquierda se siente más obligada que la derecha a dar seguridad y certeza; lo hace en parte a través de la creación o del fortalecimiento de instancias autónomas dentro del Estado. Le convienen.
Los neoliberales, como diría López Obrador, también tuvieron interés en crear organismos de esta naturaleza. Son, además del banco central y las instituciones electorales o el Poder Judicial, el complemento indispensable a una economía despojada de un fuerte sector estatal. Cuando la energía, el transporte, la minería, la siderurgia, etc., pertenecen al Estado, a empresas estatales, no resultan necesarios entes regulatorios que las supervisen y controlen. El Estado no suele vigilarse a sí mismo. Era un poco el modelo francés o italiano a partir de la Segunda Guerra, aunque en Francia los tres grandes cuerpos estatales —la Inspection des Finances, la Cour des Comptes y el Conseil d’État— fungían como reguladores del inmenso sector público creado en 1944-45 por el general De Gaulle.
El modelo estadunidense es diferente. En ausencia de un sector público importante, existe un sector regulatorio vigoroso, rico, y autónomo. No siempre en los hechos: varias agencias norteamericanas de esta índole han sido capturadas en algún momento por determinadas empresas (lo que dice el Peje es cierto en parte y en teoría). La Securities and Exchange Commission, la Federal Drug Administration, la Federal Communications Commission, la Fed, obviamente, y hasta cierto punto el IRS, son instancias autónomas, poderosas, y en general bien vistas por la sociedad de Estados Unidos. Que algunos gobiernos busquen utilizarlas para fines políticos —y en general fracasen— no altera su función ni su eficacia.
En México, como lo explica parcialmente Enrique Quintana en su artículo del martes, la idea de la autonomía de las diversas comisiones que López Obrador quiere suprimir encuentra su origen en el estrechamiento del sector público, en efecto, pero también en las demandas nacionales y externas de limitación de la omnipotencia y omnipresencia del Estado priista, es decir, de la confusión o el amalgama total durante décadas, del Estado y el gobierno. El IFE es el mejor ejemplo, pero Banxico, la CNDH, el Inegi etc., lo son también. Si no subsiste un sector público gigantesco, debe haber un sector regulatorio que vigile y supervise al sector privado. Y si se quiere que la oposición participe en elecciones, o que Estados Unidos firme tratados de libre comercio, debe haber una autoridad electoral independiente, y algunas agencias autónomas como el banco central, que ofrezcan garantías de respeto a las elecciones, a los derechos humanos, a las estadísticas, a la competencia, etc.
López Obrador no come lumbre. Quiere eliminar los “autónomos” que no le importan a los mercados (cree él), a Washington, o a las élites mexicanas. No se va a meter, por ahora (las famosas dos palabras de Hugo Chávez cuando desiste de su intento de golpe de Estado en 1992), con el banco central, con el Inegi, con la CNBV (no realmente autónoma), pero sí con el Poder Judicial y la Suprema Corte, con la Cofece, el Inai, el Ifetel, y sobre todo el INE. Veremos si le sale la jugada. Puede tratarse de la madre de todas las batallas.