La primera revolución industrial marcó el comienzo de la producción de bienes en serie y con ella la medición de la productividad, que no es otra cosa que la relación entre el tiempo que se dedica al trabajo y los resultados que se obtienen. Al principio, era sencillo este cálculo, porque bastaba con dividir el horario contra el número de bienes que se debía fabricar. Hoy esa relación no es tan sencilla y desde hace varias décadas los satisfactores se han modificado en nuestras sociedades a tal grado que uno de los factores de venta más poderosos está relacionado con la “experiencia” que proporciona un bien y no tanto el producto en sí mismo.
Poco a poco, el debate internacional sobre cuánto debe trabajarse y si, en verdad, existe una relación entre las horas en que estamos sentados en una oficina y lo que logramos durante ese lapso en beneficio del lugar en el que prestamos nuestros servicios, toma fuerza y podría modificar la vigencia de la jornada de 40 horas semanales, entre otras normas laborales, que fueron conquistas de las y los trabajadores en le primera mitad del ahora lejano siglo XX.
Lo vivimos en la pandemia. Oficinas remotas, trabajo desde casa, servicios que podían prestarse desde diferentes sitios en el mundo, provocaron una discusión acerca de lo que significaba rendir más en menos tiempo. Por lo menos, durante una buena parte del confinamiento, quedó evidenciado que trabajar desde un sitio distinto a la oficina afectaba poco los resultados que se esperaban de un trabajador e incluso que la nueva modalidad terminaba siendo positiva para la empresa y generaba ahorros importantes. Ahora, algunos estudios y conclusiones de las mismas compañías señalan lo contrario o no registran una diferencia sustancial entre tomar una junta remota y hacerlo en una sala del corporativo.
Creo que lo que falla es el enfoque. La productividad está influida mucho más por la satisfacción de la persona en el trabajo, que por la persecución de los resultados y la necesidad de destacar respecto de sus colegas. Quién hace más con menos siempre es un indicador importante para evaluar al personal, pero es un tema de mayor peso para las gerencias que para la plantilla laboral. El paro de trabajadores de la industria automotriz estadounidense es una prueba de ello: desigualdad salarial entre empleados y gerentes, reducción de prestaciones, y una intención deliberada para disminuir el tamaño de los sindicatos, mantiene paradas a las tres compañías más grandes de automóviles en Detroit, Michigan. Una sorpresiva visita esta semana del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, a uno de los campamentos de la huelga, reavivó la discusión pública acerca de por qué han crecido todos los indicadores de productividad, pero los sueldos siguen estancados y los derechos de los trabajadores parecen debilitarse año con año.
Unas de las leyes en los negocios, que no aparece mucho en los libros, ni en los cursos universitarios, recomienda tratar bien a los empleados, incluso antes que los clientes, porque los primeros son los que terminan recomendando el producto o el servicio que ofrecen al consumidor final. Un paso previo para pedir que alguien “se ponga la camiseta” de cualquier compañía es que la directiva traiga bien puesta la del bienestar de los colaboradores. La globalización prefirió saltarse ese requisito, trasladando esos empleos, y esos derechos, a otros países con necesidad de inversión a cambio de mano de obra barata y altamente productiva, gracias a prácticas que rozaban la esclavitud. Esta práctica ya cambió.
Un nuevo movimiento, encabezado por trabajadoras y trabajadores jóvenes, está cuestionando no sólo los conceptos de productividad, jornada laboral, salarios y prestaciones, sino los fundamentos que hoy hacen tan atractivo al nearshoring, para no repetir los esquemas que han creado inequidad en casi todos los niveles de las empresas en el mundo.
Si logran consolidar estas exigencias para modificar el modelo de trabajo que impuso la globalización, podríamos hablar de otro tipo de productividad: la que surge del bienestar de las personas y de su compromiso auténtico con la compañía en la que laboran. Esa identificación, igual que la que tenemos con nuestro equipo deportivo favorito, es lo que hace grandes a las compañías y, de paso, a las naciones.
El autor es comisionado del Servicio de Protección Federal.