El poder es una tentación, no para todos, pero sí para muchos, los suficientes. En el pasado, el poder casi absoluto concentrado en el característico presidencialismo mexicano fue sujeto de la más inquisitiva crítica, particularmente por aquellos que se identificaban o por lo menos presumían de izquierdistas.
Hoy, no es fácil identificar la izquierda ni la derecha en la geometría política. Incluso, en un país tan polarizado como el nuestro, en el que, si no eres “fifí” o conservador, eres “chairo” o liberal. Todo parece ser centro e inclinarse hacía un lado u otro dependiendo las intenciones o conveniencia de cada decisión que los institutos o personajes políticos toman.
Así, en la actualidad somos testigos de que, como diría el presidente Andrés Manuel López Obrador: “La historia se repite. Hay, desde luego, cambios, matices, pero, al final de cuentas, es la lucha de siempre”. Como lo dije antes, en esto sí estoy de acuerdo con el presidente.
Recordemos cómo, durante la década de los 60, 70 y 80, el Gobierno Federal centralizaba todo: el poder, las decisiones, las instituciones, el tiempo, la economía. Basta hacer un poco de memoria para tener presente cómo el presidente en turno decidía hasta el tipo de cambio que se aplicaba entre nuestra moneda y las divisas. El autoritarismo fue tal que, cuando Hugo B. Margáin, secretario de Hacienda y Crédito Público entre 1970 y 1973, le informó al presidente Luis Echeverría que la deuda pública había llegado a su límite, como respuesta, obtuvo su remoción, para luego, en su lugar, colocar a su entrañable amigo de la infancia y amplio desconocedor del sistema financiero mexicano, José López Portillo. No conforme, Luis Echeverría declaró: “ahora sí, las finanzas se controlarán desde Los Pinos”.
Lo anterior fue resultado del mal manejo económico del presidente: triplicó la deuda externa, alentó la inflación, se confrontó permanentemente con el sector empresarial que no se sometía a la autoridad presidencial, cayó el salario mínimo real y desalentó la inversión extranjera. El presidente no dejaba hacer su trabajo a los especialistas, optó por el “amiguismo”, en lugar de la profesionalización de la administración pública. Cientos de millones de pesos se invirtieron en obras improductivas y se destinaron a fondo perdido. Como sucesor, eligió a quien suponía como un perfil dócil, excesivamente leal y con poca experiencia en el sector gubernamental, de tal suerte que administró mal la riqueza que significó abundancia petrolera.
¿Le suena familiar? Han transcurrido casi 50 años desde que Echeverría le entregó la banda presidencial a su amigo “Pepe” López Portillo. Con el ascenso de este último al poder, vino un declive económico con resultados sociales catastróficos. Un personaje muy ilustrado, pero poco apto para gobernar. Por fortuna, contó con la mano izquierda de Jesús Reyes Heroles, quien, como una retribución a la fraudulenta elección presidencial de 1976, decidió impulsar la Reforma Político-Electoral que sentaría las bases para el desarrollo democrático mexicano y el sistema del que hoy gozamos.
A partir de ahí, la evolución de las leyes e instituciones públicas fue constante. Por ello, resulta lamentable que, en pleno siglo XXI, luego de ser beneficiario de ese mismo progreso democrático, el gobierno actual opte por “romper los cauces legales” (AMLO, Fraude: México 2006). Prueba de ello es el adelanto de las actividades electorales de su partido y de sus aliados. Parecería que el presidente no está satisfecho con las cifras que se avizoran para 2024, las cuales, de no ser abrumadoras, representarían una mala evaluación de su gobierno y significarían perder el control absoluto en el Congreso federal. Queda claro que el poder, si no sabe manejarse, aturde, traiciona y corrompe.
Post scriptum: «Si quieres probar el carácter de un hombre, dale poder», Abraham Lincoln.
* El autor es escritor, catedrático, doctor en Derecho Electoral y asociado del Instituto Nacional de Administración Pública (INAP).