Entre empresarios y muchos comentócratas está de moda la idea de que 2024 ya se perdió en cuanto a lo que la Presidencia se refiere, pero que es muy factible que la oposición gane en la Ciudad de México, en varias otras gubernaturas del país (Puebla y Veracruz, por ejemplo) y, sobre todo, que o bien obtenga una mayoría exigua en ambas Cámaras, o despoje a Morena de la mayoría constitucional que hoy tiene en la Cámara de Diputados y que en ocasiones ha logrado en el Senado. Esta idea también es compartida en privado por algunos dirigentes panistas que, o no ven cómo pueden ganar en 2024, o no quieren ganar porque las responsabilidades que un triunfo implicaría les quedan grandes.
Es una mala idea. No sólo porque es derrotista, y porque va a ser muy difícil convencer a los votantes y a los militantes sin los dirigentes y sin los poderes fácticos —que al final del día van a ayudar a financiar las campañas, tanto de la oposición como de Morena—, de que voten y trabajen en una batalla perdida por adelantado. No se trata sólo de un asunto de ánimo o de moral. La tesis es equivocada y dañina porque presume que el mexicano puede dividir su voto de una manera muy particular: que su candidato a la cabeza de la boleta sea francamente malo o que no sirva de mucho, pero que eso no repercuta en el voto de los electores en lo que resta de la boleta: gobernadores, presidentes municipales, diputados y senadores.
El voto dividido se ha dado en México, sobre todo en el año 2000, cuando casi 2 millones de votantes de izquierda, o en todo caso perredistas, votaron por Fox en la elección presidencial y por el PRD en diputados y senadores. Pero esa fue una expresión del llamado voto útil y de los esfuerzos que realizó Fox para atraer a esos electores. En los demás casos pertinentes —2006, 2012 y 2018— si la cabeza de la boleta de un partido —es decir, de nuevo, su candidato a presidente— fue francamente inservible, ese partido o esa coalición sufrió las consecuencias en diputados y senadores. Eso le sucedió al PRI en 2006 con Roberto Madrazo, al PAN en 2012 con Josefina Vázquez Mota, y a Ricardo Anaya en 2018. En este último caso es cierto que, más que los atributos del candidato, fue la ofensiva del gobierno de Peña Nieto en su contra lo que lo debilitó. Pero da lo mismo. El hecho es que si tu candidato a la Presidencia se desmorona, tus bancadas legislativas lo van a hacer también.
Por eso es tan importante que la oposición, incluyendo a Movimiento Ciudadano, se una y busque una candidatura a la Presidencia que sea aceptable para todos, pero que además sea competitiva. Hoy en día veo una candidatura que es aceptable para todos, pero que no es —por ahora— claramente competitiva: Santiago Creel, y una candidatura que no es necesariamente —por ahora— aceptable para todos, pero bien podría ser competitiva: Xóchitl Gálvez.
Dadas las circunstancias actuales y los acuerdos entre los partidos tales y como han sido divulgados públicamente, todo sugiere que el candidato a la Presidencia de la coalición PRI-PAN-PRD sería hoy Santiago Creel, y posiblemente resultara también aceptable para Dante Delgado. Su gran ventaja es justamente ser aceptable para todos, no necesariamente la primera opción de cada uno, pero la segunda de la totalidad de los integrantes de la coalición de partidos, y también de la sociedad civil. Creel, en este sentido, sería una muy buena solución para los acuerdos entre los partidos y la sociedad civil, y creo que hoy en día sería también un presidente capaz, con experiencia, y competente. Pero es obvio que mucha gente alberga dudas sobre el carácter competitivo de una candidatura que, más allá de las características de la persona, puede ser claramente vista como perteneciente al pasado.
La otra idea, de una candidatura que por ahora no es aceptada por todos pero que podría ser muy competitiva, fue sugerida por Salvador Camarena en su columna de este fin de semana en el diario El País. Camarena pregunta ¿Xóchitl Gálvez a la Presidencia? Y luego expone las razones por las cuales podría ser muy atractiva como aspirante, y también reseña los obstáculos o las desventajas de esta idea. La primera de ellas, dice Camarena, es desde luego la reticencia de la propia Xóchitl, que cree poder ser candidata con grandes posibilidades de triunfo en la Ciudad de México. Camarena piensa, y en esto puede tener razón, que no es tan seguro que el PAN le entregue la Ciudad de México a Xóchitl, una senadora cercana al PAN, que fue funcionaria de gabinete de Vicente Fox, pero que no goza de la confianza de la dirigencia de Acción Nacional. Puede equivocarse Xóchitl al respecto. Yo agregaría que tal vez el PAN no le entregaría a Xóchitl la candidatura en la Ciudad de México porque creen que se puede ganar, pero sí vería con buenos ojos su candidatura a la Presidencia, porque sus dirigentes —con excepción de Creel— creen que no se puede ganar.
A estas alturas tal vez se trate de puros sueños guajiros o fantasías que cada quien teje en la desesperación de encontrar la cuadratura al círculo: cómo ganarle al partido de un presidente que goza de la popularidad de López Obrador. Y no es una desesperación gratuita. Pero, al mismo tiempo, conviene señalar algo: en muchas encuestas en profundidad del estado de ánimo del mexicano hoy, más allá de las preferencias electorales, la gran debilidad de López Obrador y de Morena parece consistir en el desencuentro entre el antiaspiracionismo de la 4T, y el carácter profundamente aspiracional del mexicano, hoy y toda la vida. Si eso es así, ese es el flanco por el cual la oposición debe atacar. Y no hay mejor narrativa aspiracional —me gusta más que el término aspiracionista— que la de Xóchitl Gálvez. Eso en sí podría ser suficiente para hacer de su candidatura no sólo una opción competitiva, sino también aceptable para todos.