Existe una gran similitud y una diferencia significativa entre la tragedia de los cinco ejecutados de Nuevo Laredo en este sexenio, y los casos análogos durante las dos administraciones pasadas. La semejanza es obvia: se trata de ejecuciones extrajudiciales, por las Fuerzas Armadas (en este caso el Ejército, en otros la Marina o la Guardia Nacional), seguido de un esfuerzo de encubrimiento y simulación, así como de acusaciones absurdas: eran sicarios, estaban armados, dispararon (“se produjo un estruendo”). El cambio resulta también evidente. Al cabo de varios intentos de negación y confusión, igual que en el pasado, por parte de las Fuerzas Armadas y de la Presidencia, Alejandro Encinas, subsecretario de Gobernación para derechos humanos, declaró sin ambages: “Estaban desarmados, no dispararon, se trata de ejecuciones extrajudiciales”. Esto es nuevo.
Y loable, por parte de un alto funcionario del gobierno. Pero no quita que se trata de un colaborador de la 4T de menor rango y, sobre todo, de escasa influencia. Lo que sigue es más importante, sobre todo si el Ejército va a insistir en que el caso de estos cinco asesinatos se procese en tribunales militares. Pueden tener la razón jurídica: en teoría cometieron los delitos denunciados por Encinas en el ejercicio de sus funciones. Pero el homicidio, de civiles, en tiempos de paz, sin provocación, debiera ser juzgado por los tribunales civiles, por razones políticas. No va a ser el caso.
Sobre todo, las cinco ejecuciones extrajudiciales de Nuevo Laredo muestran que, al cabo de dieciséis años de guerra de Calderón, de Peña Nieto y de López Obrador, nada de lo esencial ha cambiado. Las Fuerzas Armadas disparan primero, y “virigüan” después. Más aún, de acuerdo con dos víctimas sobrevivientes, no dispararon una sola vez o por error. Hubo tiros de gracia, repeticiones, perseverancia, pues. Por miedo, por ignorancia, por reglas no escritas —no sirve tomar prisioneros; los jueces los liberan; abátanlos— por falta de entrenamiento, los soldados —y estos eran cabos, parece— cometen este tipo de excesos trágicos. Se puede objetar: sucede en muchas partes, con ejércitos más modernos, más ricos, mejor preparados, con tradiciones más largas. Pero justamente por eso, en los países donde existen esos ejércitos, no se utilizan para el orden público o incluso para combatir a la delincuencia organizada. Cuentan con fuerzas civiles, policíacas, dedicadas precisamente a eso. Lo hacen porque saben que los militares siempre van a convivir con la tentación o el peligro del abuso, del error, de dejar un tiradero como en Nuevo Laredo.
Quizás el problema se agudice en México por las características del grupo castrense mexicano. Está acostumbrado a operar en la penumbra; su experiencia es la de la opacidad. No tiene por qué rendir cuentas a nadie, porque nunca las ha rendido. El advenimiento de la democracia en México —esa que según Morena no existía antes— no cambió al Ejército (para eso, en el mejor de los casos, faltan varios lustros), pero sí transformó las condiciones en las cuales actúa. Todos —los medios nacionales y extranjeros, el Congreso, los activistas nacionales de derechos humanos como Raymundo Ramos, las organizaciones internacionales de derechos humanos como Human Rights Watch y Amnistía Internacional— lo vigilan, lo persiguen, le temen y lo creen capaz de los peores excesos.
Por todas estas razones, es una muy mala idea meter al Ejército en esto. Llevamos tres sexenios así, y podrían ser varios más. Si se quieren evitar ejecuciones extrajudiciales, la mejor manera es sacar a los militares de las calles. Y si se quiere proteger a las Fuerzas Armadas de actuaciones y de acusaciones de esta naturaleza, la mejor manera es sacar a los militares de las calles. Así, ni sus familiares, ni sus amigos, ni sus colegas, tendrán razones para manifestarse en defensa de lo indefendible: usar a las Fuerzas Armadas para la seguridad pública.