La democracia en México prácticamente no tiene historia (al menos no una superior a los 23 años), a diferencia de la dictadura y/o el poder absolutista que de modo prácticamente invariablemente ha gobernado nuestro territorio desde siglos enteros, tanto previos como posteriores a la existencia del Primer Imperio Mexicano de Iturbide, pues nuestros antepasados, tanto americanos como europeos, padecieron, a groso modo, gobernantes absolutistas, totalitarios e incluso teocráticos a lo largo de toda su respectiva historia (principalmente del lado de los americanos precolombinos, aunque tampoco es posible negar que el Reino de Castilla o el Imperio Otomano poseían clarísimos tintes de semejante o parecida índole). No fue sino hasta tiempos de Guadalupe Victoria que se gesta un primer intento de república, sin embargo (y de forma casi inmediata y posterior a su gestión como presidente de México), la dictadura absolutista continuó gobernando la recién surgida nación con personajes tan distintos entre sí como López de Santa Anna, Juárez, Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz. El segundo intento republicano y democrático en México surge gracias a Madero, pero la decena trágica orquestada por Huerta, lo extingue con sorprendente rapidez y de manera mucho más que radical. Después de más de una década sangrienta de guerra civil y pobreza extrema, surge el Maximato, en el que nuevamente llegamos a un régimen político, en términos teóricos, aparentemente constitucionalista, pero que, en la realidad, nos demuestra que el país continúa siendo territorio de un solo hombre: Plutarco Elías Calles. Calles funge, en la práctica, como el rey de México (literalmente hablando). Es decir, él es, “en lo oscurito”, el jefe de estado (como lo hace un rey dentro de una monarquía parlamentaria), mientras que el presidente “electo” (que nunca fue legítimamente electo, sino seleccionado de forma muy clara, libre y específica nada menos que por él mismo), funge como su primer ministro (o, en otras palabras, como el jefe de gobierno). La idea de Calles claramente era la de reinar de manera vitalicia, pero el destino lo llevó a sufrir la “traición” de uno de sus “primeros ministros”, mismo que se convertiría en el próximo dictador de la nación: Lázaro Cárdenas del Río. Cárdenas exilia a Calles y crea entonces la famosa dictadura perfecta a la que hace referencia Vargas Llosa; dentro de semejante sistema político, Cárdenas seguirá siendo rey y, de forma simultánea, también primer ministro, por lo que el cargo equivalente al jefe de gobierno, comenzará a recaer a partir de su reinado (al menos de forma parcial) en la figura del secretario de gobernación. La diferencia entre los reinos absolutistas de Calles y de Cárdenas se encuentra en que los nuevos dictadores (es decir, aquellos que surgirán a partir de Cárdenas), seguirán siendo reyes absolutistas (con el poder incluso de elegir a los miembros del supuesto Senado de la República, etc.), pero tan sólo durante seis años y ya no de forma vitalicia; sin embargo, poseerán dentro de sus poderes no escritos, la capacidad de elegir a su respectivo príncipe azul (es decir, al heredero al trono en cuestión, mismo que, a su vez, lógicamente se convertirá en el nuevo monarca absolutista durante los próximos seis años y así, sucesivamente). Dicha dictadura perfecta, es prácticamente desmantelada de manera principal por nuestro último emperador: Ernesto Zedillo, responsable directo del rompimiento de la rueda y/o del engranaje dictatorial y sistémico del momento, cediéndole voluntariamente el triunfo a la oposición victoriosa encabezada por el panista Vicente Fox justo al inicio del nuevo milenio.