Quizás sea porque, como aprendió en primaria, los texanos declararon en 1836 su independencia y Santa Anna, al perder la batalla de San Jacinto, no pudo revertirla y mantener ese territorio como parte de México. Quizás sea por la posterior anexión de Texas a Estados Unidos bajo la presidencia de James Polk, hecho que el gobierno mexicano no reconoció. O tal vez sea por la decisión del presidente estadounidense de declararle la guerra a nuestro país en 1846 como parte de su política de expansión territorial, conflicto que México perdió por lo cual, con la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo, además de reconocer la anexión texana, hubo que cederle a Estados Unidos los actuales territorios de California, Nuevo México, Arizona y partes de lo que en la actualidad son los estados de Colorado, Kansas, Wyoming y Oklahoma; se perdió la mitad del territorio. El mito de Juan Escutia arrojándose del Castillo de Chapultepec envuelto en el lábaro patrio como símbolo de la defensa del honor nacional ante los embates del invasor gringo se le quedó grabado en la mente y sigue siendo causa de resentimiento.
O tal vez sea por el papel que jugó el embajador estadounidense Henry Lane Wilson, quien azuzó a Victoriano Huerta para dar el golpe de estado que derrocó el gobierno de Madero y el establecimiento de la dictadura, lo que dio lugar al inicio de la guerra civil que vivió Mexico entre 1913 y 1916 y que culminó con el triunfo de la facción del Ejercito Constituyente encabezado por Venustiano Carranza.
O posiblemente sea porque, a raíz de la expropiación de la industria petrolera (no el petróleo) que decretó el presidente Cárdenas y el posterior boicot que declararon las empresas estadounidenses a México y a la recién creada empresa Petróleos Mexicanos. Es a raíz de esa expropiación y como mito fundacional que surgió lo que posteriormente se llamaría el “nacionalismo revolucionario”. Idolatra a Cardenas, quien creó un sistema corporativista (perfeccionado después por el PRI) de control político a cambio de prebendas y rentas económicas y que se sustentaba en la posesión gubernamental de empresas monopólicas en sectores arbitrariamente declarados como estratégicos (petróleo y electricidad por ejemplo) más una política económica aislacionista que, infructuosamente y con costos muy elevados, buscaba la autosuficiencia. Es esa corriente nacionalista, impresa en los libros de texto, que tuvo su auge durante la docena trágica, particularmente con Echeverría.
Es con éste que se enalteció ese ferviente nacionalismo. Desde su gobierno se adoptó un discurso de “defensa ante el imperialismo”, surgiendo el sueño guajiro de que México, con él al frente mismo podría encabezar un movimiento de países en vías del desarrollo, el denominado “tercer mundo”. Los priistas de entonces, llevados al paroxismo, se desgañitaban con ese discurso populista y creían que México estaba destinado a dirigir los destinos del mundo.
Sin duda también lo influenció la corriente de pensamiento que tuvo su auge en las universidades públicas durante las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, particularmente en las facultades de Economía y de Ciencias Políticas. Esta corriente tenía una premisa básica: el imperialismo y el capitalismo yankee era el enemigo a vencer mientras que el comunismo era el objetivo a lograr y que mejor ejemplo a seguir que la asesina dictadura cubana encabezada por Fidel Castro, que “valientemente había enfrentado al imperio”.
O tal vez sea porque ve al TLCAN como una imposición de las fuerzas del mal, el “maldito neoliberalismo”, como mecanismo para mermar la soberanía nacional y permitirle al imperio explotar a su favor las riquezas de México, sin poder reconocer que es precisamente el tratado la principal fuente de desarrollo económico, además de generar significativas ganancias en el bienestar de los consumidores mexicanos.
O quizás es la combinación de todo lo arriba expuesto, particularmente su herencia priísta echeverrista y lo que escuchó en la universidad, pero de lo que no queda duda es que Andrés M. López odia a los Estados Unidos y de ahí su pleito: violar el T-MEC quizás con el objetivo de repudiarlo, reticencia para reconocer a Biden, boicot de la reunión en Los Ángeles convocada por el propio Biden, tratar de que la CELAC sustituyera a la OEA, posicionarse a favor del invasor ruso en Ucrania, reclamarle a Estados Unidos la derrota en el BID, etcétera. Es un pleito que a los mexicanos nos va a salir muy caro.
Twitter: @econoclasta