No es seguro que las filtraciones de Guacamayas revelen detalles espectaculares sobre la presidencia, la familia presidencial, los contratos celebrados con y por el Ejército, o el gabinete de López Obrador. Pero tengo la impresión que los millones de documentos internos de la Sedena nos informarán sobre el tipo de Ejército que tenemos, antes de este sexenio y durante el mismo. Serán más bien los estudiosos del estamento militar mexicano quienes podrán sacarle el mayor provecho a este nuevo Wikileaks, y no tanto los periodistas que escudriñen los correos, videos y mensajes de las Fuerzas Armadas.
En particular, de esa enorme cantidad de información se podrá deducir si contamos con unas Fuerzas Armadas parecidas, idénticas o diferentes de cualquiera de los posibles puntos de cooperación. Asimismo, tal vez será posible saber si la militarización de la seguridad pública en el país desde 2007, y los incrementos consiguientes del presupuesto militar, cambiaron la naturaleza tradicional del Ejército. Porque a diferencia de las estructuras militares en otros países latinoamericanos, en México se trató siempre de contar con una fuerza castrense de cierto tipo: débil, mal financiada, mal equipada, mal entrenada, mal preparada.
He relatado en otras páginas un comentario que me hizo Jesús Reyes Heroles en 1980, cuando lo visitaba en su oficina en Miguel Ángel de Quevedo o en su casa de la calle de Arenal, habiendo dejado la Secretaría de Gobernación casi un año antes. Me contó que medio lo regañó una vez el presidente Díaz Ordaz, siendo él director de Pemex. Le había reclamado el secretario de la Defensa, Marcelino García Barragán que la paraestatal sólo le entregaba combustible para tres días de movilización, y que no era suficiente. “¿Por qué los trata así, abogado?”, le preguntó Díaz Ordaz. Reyes Heroles respondió que de eso se trataba: de asegurarse que el Ejército no contara con la capacidad de movilizarse más que pocos días, y que estuvieran conscientes de su debilidad. Pero añadió que si el presidente así lo deseaba, Pemex podía surtir de gasolina y diésel al Ejército en las cantidades que el general secretario deseara. Díaz Ordaz prefirió dejar el tema por la paz.
Cierta o no, la anécdota nos dice mucho sobre la posición tradicional del sistema político mexicano surgido de la Revolución, e incluso de antes. El propósito implícito —y plasmado en el presupuesto— consistía en lograr que los militares nunca contemplaran tomar el poder, y si lo pensaran, que no pudieran hacerlo. La regla es antigua en México. Dice Soledad Loaeza es su nuevo libro, A la sombra de la superpotencia: Tres presidentes mexicanos en la Guerra Fría, 1945-1958:
Uno de los rasgos distintivos del autoritarismo mexicano era la debilidad del Ejército, material y política. Éste fue el resultado de una política deliberada que impulsaron inicialmente el presidente Cárdenas y su entonces secretario de Defensa, Manuel Ávila Camacho, y que este último selló como definitiva en 1946, cuando transfirió el poder a los civiles en la persona de Miguel Alemán. Esta decisión restableció un patrón que había implantado Porfirio Díaz, quien había visto en la debilidad del Ejército un seguro contra cuartelazos y pronunciamientos.
Tengo la impresión que Guacamayas nos enseñará que el Ejército y la Marina actuales —ver, por ejemplo, el Blackhawk que se desplomó por falta de combustible, evocando a Reyes Heroles— siguen siendo productos de esa tradición. No constituyen la institución que existe en la imaginación de López Obrador: eficaces, honestos, disciplinados, imbuidos de valores como el patriotismo y el respeto a la democracia y los derechos humanos. Son militares con los mismos vicios y defectos de los soldados y generales en todo el mundo, más las peculiaridades mexicanas. Son un mal necesario, salvo en contados países. Pero son los que son. ¿Queremos darles más poder?