Los líderes iluminados autoproclaman su superioridad moral. A lo largo de la historia, las consecuencias de ese delirio han sido terribles.

En la conferencia «La política como vocación» (1919), Max Weber notó la semejanza entre los revolucionarios de su tiempo y las sectas milenaristas del siglo XVII que anunciaban la inminente llegada de Cristo. Sus caudillos transmitían la certeza de una «apertura escatológica de la Historia«, advenimiento a tal grado radiante que propiciarlo o apresurarlo justificaba el empleo de todos los medios. Pero al reclamar para sus acciones políticas -terrenales al fin- el manto protector de la ética absoluta, profetas y revolucionarios incurrían en una insalvable contradicción con los valores que pretendían encarnar.

«Siempre fue ingenuo -decía Weber– creer que de lo bueno nace solo lo bueno y del mal solo el mal. A menudo ocurre lo contrario […] quien no ve esto es un niño, políticamente hablando». Y agregaba:

Es […] un hecho básico de la Historia […] el que […] el resultado final de la acción política guarda una relación absolutamente inadecuada, y frecuentemente paradójica, con su sentido originario.

A partir de esa «tremenda verdad» le parecía inevitable la «quiebra» de la «ética de la convicción» por parte de quienes buscan la renovación total de una sociedad, y no su transformación razonada, paulatina, priorizada, fragmentaria, prudente, responsable. Para ser verdaderamente éticos, más allá de sus fines sublimes, esos líderes tendrían que prevenir y en lo posible evitar las consecuencias, a menudo dolorosas, de los medios que emplean. O, en su defecto, hacerse cargo de ellas (incluidas las de los muertos que su acción o inacción deja a su paso). Por definición, nunca ocurre.

¿A quién se refería? Desde luego a los socialistas, anarquistas y comunistas alemanes que se detestaban mortalmente entre sí pero tenían en común su desprecio a las instituciones democráticas. Ya en el poder, su acelerada radicalización -que incluyó la abolición del dinero, el caos social, la represión ideológica- alentó el ascenso del nazismo, que los borró a todos.

Pero la prueba más cercana estaba en la joven Revolución rusa. Weber trazaba su desenvolvimiento:

Quien quiera imponer sobre la tierra la justicia absoluta valiéndose del poder necesita para ello seguidores, un aparato humano. Para que este funcione tiene que ponerle ante los ojos los necesarios premios […] En las condiciones de la moderna lucha de clases, tiene que ofrecer […] la satisfacción del odio y del deseo de revancha […] del resentimiento y de la pasión dizque ética de tener razón; es decir, tiene que satisfacer la necesidad de difamar al adversario y de acusarlo de herejía.

La cruda descripción corresponde a Lenin y se refiere de manera explícita a «los guardias rojos, los pícaros y los agitadores». Una vez que el líder desata las pasiones, es difícil dominarlas. No dependen de él. Aun suponiendo la pureza del líder (y Lenin no era hipócrita, cínico, corrupto), este depende del aparato que ha formado, y ese aparato no está integrado única ni mayoritariamente por seres puros como él. Pero aun admitiendo -dice Weber– que la fe de las mayorías fuese «subjetivamente» sincera, en la mayor parte de los casos, objetivamente, no es más que una «legitimación» del ansia de venganza, de poder, de botín y prebendas. «No nos engañemos -agregaba con sarcasmo- la interpretación materialista de la historia no es tampoco un carruaje que se toma y se deja a capricho, y no se detiene ante los autores de la revolución».

Esa corrupta e inevitable burocratización desprestigiaría al socialismo por el resto del siglo:

Tras la revolución emocional, se impone nuevamente la cotidianidad tradicional: los héroes de la fe y la fe misma desaparecen o, lo que es más eficaz aun, se transforman en parte constitutiva de la fraseología de los pícaros y de los técnicos de la política. El séquito triunfante de un caudillo ideológico suele así transformarse … en un grupo […] ordinario de prebendados.

Muerto en 1920, Weber no alcanzó a atestiguar su profecía cumplida. Pero ese reparto del botín sería lo de menos. Lo diabólico fue la postulación de una nueva «moral» distinta de la judeocristiana, que santificaba el crimen colectivo en nombre de la revolución. La aurora roja se volvió una pira humana. A esa barbarie llevó a Rusia la ambición de poder -fanáticamente revestida de superioridad moral- de un líder iluminado y su clientela.

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