La ceremonia de «El Grito» es un ritual que nos da identidad, nos cohesiona como nación, fortalece nuestro origen y carácter. Antropológicamente es una fantástica herramienta para construir marca. Además, es muy tribal, encierra no sólo el mito fundacional, representa el llamado del líder en la gran fogata comunitaria. Nos dice «esto somos» y «así nacimos». Es también una renovación de valores y creencias, a veces en forma de sus opuestos. Por ejemplo, en la reciente edición, el Presidente no gritó «¡Viva la honestidad!» sino «¡Muera la corrupción!«. Aquí quiero poner el enfoque.
Desde que le he escuchado como candidato, me ha parecido que el abordaje que López Obrador tiene de la corrupción es muy limitado. Alguna vez les platiqué que cara a cara le dije que la corrupción sí es cultural. No lo entendió. Para él, la corrupción (que dice combatir) es la que está en el gobierno. Por supuesto que no está mal querer erradicar la corrupción del sector público, mi punto es que esa lucha es inútil si no hay un entendimiento más complejo del fenómeno.
Lo primero que habría que pensar es en cambiar la conversación cuando hablamos sobre corrupción. El profesor Paul M. Heywood, de la Universidad de Nottingham, tiene una visión que comparto. Empieza por destacar algo evidente, y por ello poco analizado: se habla de la corrupción con la metáfora de «cáncer social». Hay incontables citas de políticos alrededor del mundo (incluso el mismo Papa Francisco) que hacen esta analogía. La tesis de Heywood es que este cliché comparativo no ayuda a entender y combatir la corrupción. Da tres argumentos.
El primero cuestiona ¿cuál es el órgano afectado por la corrupción? Así como en el cuerpo humano se identifica un origen o sede, ¿socialmente dónde radica este «cáncer»? Aquí es donde yo sostengo que la corrupción no es la gubernamental (nada más) sino la social (cultural). Enfocar las medidas «curativas» en un órgano y olvidar el resto del cuerpo me parece un error. Para mí la lucha contra la corrupción debe partir del enfoque en el individuo, el ciudadano, desde el común y corriente, hasta el funcionario público.
El segundo problema de la mala analogía con el cáncer es que sirve para socavar el sentido de acción cívica para luchar contra la corrupción. En el cáncer hay factores de riesgo, también predisposición genética, que nada tienen que ver con que alguien decida tener o no tener cáncer. En cambio, en los actos de corrupción sí hay una decisión consciente de participar, implica (cuando ya es una práctica social común) una rendición, la resignación del individuo que tiene a todo un sistema en contra. La analogía con el cáncer hace ver que la corrupción es algo que sucede súbitamente. Con la corrupción no es así.
El tercer argumento de Heywood es que la analogía nos distrae, dejamos de ver al paciente por ver la enfermedad. Ver al paciente implica entender realidades que no son genéricas. Implica no tener la misma cura para todos. Hay que identificar los diferentes tipos de corrupción, tener un entendimiento más sofisticado de ella. Así como los esquimales tienen más de 10 palabras para nombrar la nieve, dependiendo de su textura y color. Dice Heywood: «Mi preocupación es que comparar corrupción con cáncer sirve como una analogía perezosa que refleja una serie más amplia de suposiciones genéricas y francamente inútiles».
La corrupción es un lado de la condición humana que tiene diferentes manifestaciones según la cultura de cada país. Llega a ser como el sistema operativo de una sociedad y se ve como una práctica ancestral e imbatible. Un mejor entendimiento del fenómeno debería llevarnos a que en las escuelas hubiera clases de anticorrupción para que las nuevas generaciones crezcan con una nueva visión de lo que es corrupción, cómo defenderse de ella y el daño que les hace a sus familias, a su país, a su futuro. Y así como hoy tenemos niños y jóvenes que no desean usar popotes de plástico por el daño ecológico (gracias a una nueva conciencia social), el día de mañana, cuando estén en situaciones vulnerables ante la corrupción, puedan usar la palabra más fuerte para combatirla, desde su propia casa, calle, colonia y realidad: «¡No!».
La corrupción no es cáncer, es una elección personal.
@eduardo_caccia