Hace algunos días, fui distinguido con el honor de haber sido comisionado para la composición de una solemne obertura para orquesta sinfónica completa, con el objeto de conmemorar los 201 años de la firma de los Tratados de Córdoba.
A petición e insistencia del historiador Héctor Ortega, finalmente asumí la tarea a mí ofrecida por medio de la generosidad del ayuntamiento de Córdoba, y fue tan sólo hace un par de horas que logré terminar la obra, dedicada con toda gratitud tanto al alcalde Cordobés, el Doctor Juan Martínez Flores, como a la más que brillante Orquesta Sinfónica Juvenil de Río Blanco.
La pieza, además, será estrenada bajo mi propia batuta como director huésped de dicho ensamble, nada menos que en el día y en el lugar exacto en el que se llevara a cabo la firma de tan históricos documentos, hace ya poco más de dos siglos (24 de agosto en punto de las seis de la tarde).
La obra musical, como bien lo señala Ortega, es una pieza «de piratas y corsarios», pues su textura temática y orquestal hace claras referencias directas al universo sonoro de los célebres y antiguos trasatlánticos de madera de la segunda mitad del milenio pasado: aquellas antediluvianas y milagrosas maravillas de la tecnología naval, sin las que la firma de dichos acuerdos (es decir, sin las que la unión definitiva en armoniosa hermandad entre aquellos dos mundos imposiblemente distantes) hubiera resultado simplemente imposible.
La obertura, entonces, al igual que los tratados en sí, simbolizan la integración exitosa entre dos elementos, a simple vista, irreconciliables entre sí. La obra es, por tanto, la representación de una unión tan improbable a simple vista como la que logra efectuarse entre el día y la noche: esa fusión de extremos opuestos, pero que, aun así, logra producir como resultado nada menos que la jornada integral de 24 horas. Aquí tenemos, entonces, a un potencial Virrey proveniente del otro lado del océano (de padre español y madre irlandesa, por cierto), logrando aproximarse al mayor genio militar de la historia de México, el potencial primer emperador de aquella nación emergente y ya prácticamente independiente (y a ambos personajes firme y enteramente dispuestos a abrir un nuevo capítulo de paz, prosperidad y auténtico amor fraternal entre ambos pueblos y tan lejanos territorios). Los tratados de Córdoba, por tanto, más que marcar el inicio de la independencia mexicana, representan el glorioso final de la álgida guerra en contra de nuestros hermanos españoles: la unión perpetua entre dos mundos altamente diversos; justo al igual que como, en el propio interior de Iturbide, logró también subsistir, hasta el momento mismo de su injusto asesinato, la más que adecuada integración de su profundo amor por América pero también por Europa; por México y también por España; por el cristianismo conservador romano y por el novel y ultra liberal pensamiento masónico contemporáneo. Así que la obra musical en cuestión, la Obertura Conmemorativa de la firma de los Tratados de Córdoba (compuesta por un servidor, Carlos Guridi), tiene la compleja tarea de lograr plasmar en el lienzo de su propia partitura y del tiempo mismo, aquella gloriosa conciliación sonora entre los dos universos que conforman a todo ciudadano mexicano, elementos tan distintos y distantes entre sí, como, a su vez, tan familiares y tan íntimamente relacionados el uno con el otro.
Excelente, ya quiero escucharla, enhorabuena hermano! 🎼