Macario Schettino tiene toda la razón. Es absurdo ponerse a discutir los detalles, los pros y los contras, y las implicaciones incluso de una reforma electoral que nunca se volverá ley. Se trata evidentemente de una distracción más del gobierno para enfocar el debate nacional en tecnicismos insignificantes, en lugar de centrarse en el patético conjunto de resultados reales de los ya casi cuatro años de gobierno, sobre todo si aceptamos que todo empezó en julio del 2018.
Ya vimos que la oposición —PAN, PRI, PRD y MC— se pudo mantener unida en lo tocante a la reforma eléctrica. Ni las amenazas, ni la corrupción, ni las encuestas sirvieron para doblegar o dividir a un bloque convencido, por las razones que sean. Esto será seguramente más cierto a propósito de una reforma electoral que va contra los intereses de esos partidos; y contra lo que ellos mismos han construido a lo largo de los últimos veinticinco años y que les ha permitido contender por el poder en condiciones más o menos equitativas, transparentes y conducentes a la alternancia. Después de la victoria o derrota a medias de la revocación de mandato y de la derrota plena de la reforma eléctrica, López Obrador hoy tendría que enfrentar ya los números fundamentales de su gestión. Sabemos que son muy malos, independientemente de las razones que puedan esgrimirse para explicar tal o cual fracaso.
Frente a la corrupción, el nulo crecimiento económico, el incremento de la pobreza y la desigualdad, la catástrofe educativa —a casi dos años de escuelas cerradas—, el desastre de la pandemia medido por excesos de muertes per cápita y la imposibilidad de reducir de manera importante la violencia son el saldo de estos cuatro años de gobierno. Concentrar la discusión política en estos temas evidentemente no le conviene al gobierno. Sus otros proyectos —Dos Bocas, Tren Maya, Transístmico, AIFA— en el mejor de los casos no existen y, en el peor, están resultando desastrosos. Incluso la política social de entrega de dinero directamente a la gente sustituyendo programas de antes por programas nuevos que no son tan diferentes parece haber resultado intrascendente. Tal vez llegue a un mayor número de personas que los programas anteriores y posiblemente le entregue un poco más de dinero a los destinatarios, pero en términos macro el gasto social, como porcentaje del PIB, casi seguramente no ha variado y sigue siendo inferior a toda la OCDE, incluyendo a países con un desarrollo comparable al nuestro, como Chile, Colombia y Turquía.
Es lógico que el gobierno prefiera discutir una reforma electoral innecesaria, demagógica y tardía. Si le importaba tanto a López Obrador el número de diputados plurinominales o la manera de elegir a los consejeros del INE y a los magistrados del Tribunal Electoral, hubiera propuesto cambiar las reglas durante la primera mitad del sexenio, cuando disponía de una mayoría constitucional en ambas cámaras. No lo hizo porque le daba lo mismo. Ahora la propone para que todo el mundo se ponga a discutir este tema en lugar de los que realmente cuentan.
La oposición haría bien en ignorar olímpicamente la propuesta de reforma y simplemente decir que no la aprobará. Sería un error empezar a negociarla o a proponer cambios propios. Fuera del tema del financiamiento de los partidos, no hay ninguna necesidad de cambiar lo que ha funcionado más o menos bien desde 1997. Ya estas reglas, con sus cambios en el camino, unos buenos y otros malos, han permitido la celebración de cuatro elecciones presidenciales democráticas, aunque le pese a López Obrador, y otras cuatro de medio periodo, en las que varias ocasiones cambió la mayoría en la Cámara de Diputados. If it ain´t broke, don´t fix it, dicen los americanos, con algo de razón. Ojalá la oposición empiece a centrarse en los saldos del sexenio y no caiga en este nuevo garlito del régimen. Va por México va bien. Ojalá que así siga.