Cuando a la oposición se le comienza a acusar seriamente de traidora a la patria sólo por ejercer sus obligaciones republicanas y democráticas para las que fueron elegidos, significa que te has tornado en un cáncer que requiere ser extirpado a la brevedad posible. Los traidores a la patria merecen ser fusilados, ergo, AMLO realmente desea fusilar a la «criminal» oposición. Esta farsa morena ya fue demasiado lejos y ya, oficialmente, ha entrado en la fase de abierta declaración de amor hacia un México nuevamente dictatorial (que Dios nos proteja a todos del terrible tirano en gestación).
Todo pareciera indicar que Andrés Manuel no es precisamente un apologista de aquel añejo PRI, aquel infame protagonista que Vargas Llosa bautizaría como la dictadura perfecta, sino más bien el “mesías” empeñado en resucitar al antediluviano PNR de Plutarco Elías Calles (es decir, a un PRI aún mucho más dictatorial y autoritario que todos los que hemos tenido la desgracia de conocer).
¿Y cuál sería, técnicamente, la diferencia entre una y otra enfermedad política?
Que el PNR del Maximato (el partido fundado por el propio Calles en 1929), contaba (o intentó contar) con un solo dictador vitalicio (él mismo, por supuesto), mientras que el viejo PRI, gracias a la astucia y valentía del socialista de Cárdenas, era ya un régimen tiránico ligeramente más refinado, es decir, una dictadura hereditaria pero de tan sólo seis años, en la que el dictador en turno, al término de su respectivo sexenio, dejaba de serlo, para pasarle la estafeta a su nuevo “hijo adoptivo” (elegido por él mismo, obviamente), y que, a su vez, sería el nuevo dictador de nuestro país pero tan sólo durante los 6 años venideros.
El esquema de Plutarco era del todo diferente, como ya lo mencionaba, aunque igualmente engañoso y falaz: él sería una especie de Rey (de jefe de Estado) y, el presidente en turno (aquel títere pusilánime impuesto al pueblo de México nada menos que por él mismo), sería, ya en la práctica (y en lo oscurito), tan sólo una especie de primer ministro suyo (de jefe de Gobierno), siempre a la sombra y bajo las implacables órdenes del propio Elías Calles.
Ese pareciera ser el intenso deseo de López Obrador: morir en Palacio Nacional, en la misma habitación en la que fallecería el otro célebre dictador (Benito Juárez), mientras Claudia Sheinbaum o cualquier otro incondicional es el presidente de México, a la sombra del mesías tropical y bajo sus estrictas órdenes (y, después de Claudia, Marcelo, y después de Marcelo, el morenista sumiso en turno, invariablemente, por supuesto, aquel de la libre elección directa del “dedito” del emperador macuspano).
En pocas palabras, todo parece indicar que AMLO salió más tiránico y dictatorial que hasta el personaje más putrefacto del viejo PRI (y a las pruebas me remito).
Nuestras únicas esperanzas, entonces, son que resista la República; que resista la democracia, y que México entero, una vez más, eche de patitas a la calle al nuevo Plutarco, sin importar que encabece la batalla (o la guerra en su contra) otro socialista radical como Cárdenas, un nuevo o viejo priísta, o un tibio neoliberal o lo que sea, pero que al menos no sea un enemigo de México tan peligroso, tan descarado y tan acérrimo como ya lo ha demostrado ser el tirano de Andrés Manuel.