Si el pueblo mandara, podría votar el 51% de los fifís a favor de exterminar al 49% de los chairos (o viceversa) ¡y adiós polarización en el país!, (y, por supuesto, bienvenido el autoritarismo, el genocidio y la tiranía de la mayoría -la tiranía de la democracia-).
¿Y por qué lo anterior no se hace? Y no me refiero a por qué es malo el exterminio de una minoría étnica o de cualquier otro tipo, pues espero, por Dios, que el fascismo y el comunismo del siglo pasado ya nos lo hayan dejado perfectamente en claro a todos nosotros.
A lo que intento referirme es a lo siguiente: ¿por qué no debe mandar el pueblo? ¿Por qué, exactamente, no pueden votar la mayoría de los lobos a favor de cenarse a la minoría de las ovejas o, más bien dicho, cómo evitamos que los lobos, al ir a las urnas (ejerciendo a plenitud sus libertades civiles), cómo evitamos, decía, que se coman al resto de la apetitosa ciudadanía bovina?
Pues por medio de la constitución.
Es decir, el orden político occidental a partir de la revolución de las revoluciones (la de 1776, no la francesa, por supuesto), está basado en el siguiente principio: existe un Dios y, por ende, una realidad constituida por una compleja serie de principios éticos absolutos, universales, atemporales, inmutables y, consecuentemente, también inviolables, y, con base en todo ello, es que nos es posible definir los derechos humanos fundamentales, y, a su vez y con base en ello, la redacción de un documento que, al estar adecuadamente basado en tan fundacionales y trascendentales principios, será entonces él mismo, nada menos que una carta magna igualmente inviolable.
¿Y cuáles son, en concreto, esos derechos humanos inviolables sobre los que una constitución debe estar basada?
El derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad privada (en ese orden de importancia).
Por lo tanto, la constitución no es un panfleto moral o una especie de Biblia o libro sagrado que nos oriente o nos indique cómo debemos comportarnos en sociedad y/o en lo privado, sino más bien, una severa advertencia de lo que nos espera si cometemos la maligna imprudencia de violar los derechos humanos del prójimo.
Entonces las constituciones me sirven más que nada para saber qué no hacer, en lugar de qué sí hacer (en pocas palabras, mientras no violes los derechos humanos de tus semejantes, haz lo que se te pegue tu regalada gana -tu vida, tus decisiones; tus decisiones, tu responsabilidad sobre las mismas y las consecuencias de las mismas-).
¿Y quién redacta, aplica, adapta y/o ejecuta ese magno documento ya en la práctica? Pues nada menos que la república (ojo: la república, no el pueblo).
Los funcionarios republicanos, aunque representan al pueblo, no son el pueblo, si no lo mejor del pueblo (o, al menos, algo así como la que el pueblo considera que es la aristocracia intelectual y/o moral de sí mismo, aquella numerosa serie de individuos que ha elegido el pueblo como las personas más dignas y/o capaces de representarlo -al menos según el criterio de la mayoría- dentro de semejante universo republicano).
Es decir, hasta el fondo de toda esta súper estructura política, ética y moral, se encuentra la democracia (por eso somos una república democrática, no una democracia republicana, que no es exactamente lo mismo). Hasta abajo, decía, se encuentra la elección de las mayorías: perfectamente delimitada y contenida por una serie de derechos inalienables y universales del ser humano (presentes en todo ciudadano e incluso y en esencia, en todo extranjero), y por un documento (la constitución) explícitamente dedicado a la defensa de los mismos (es decir, de semejantes derechos inalienables) y por un nutrido cuerpo republicano de contrapesos y de corte aristocrático para legislar, gobernar y juzgar al pueblo mismo al que representan (y, ya hasta el final, como recién lo explicaba, el pueblo: ejerciendo su inalienable derecho civil digamos que a la libre participación ciudadana, misma que, insisto, estará invariablemente incrustada en ese sofisticado organismo republicano y constitucional que, en esencia y prácticamente, reza que el respeto al derecho ajeno, es la paz).
Por todo lo anterior, es que el pueblo no manda: para que la mayoría de los lobos no devoren a la minoría de las ovejas (y, con todo respeto, el que te diga lo contrario, es un perfecto imbécil, por más que se diga ser el mesías tropical y salvador de tu propio pueblo).