Llega uno a cierta edad en que muchas cosas de su pasado han desaparecido. “Miren —les digo a mis hijos— ahí vivía mi abuela cuando yo era niño, el edificio se cayó en el temblor de 1985”.
Ya no existe el cine donde vi tantas películas memorables. De hecho, no sobrevive ninguno de los grandes cines de los que había en mi infancia. Hoy son grandes edificios. Uno es el Senado de la República.
El otro día me dio mucho gusto ver que el sastre que remendaba mis pantalones sigue trabajando en su vieja máquina de coser en un diminuto local que está junto a un restaurante muy popular entre los hípsters. En cambio, se evaporó el zapatero que cambiaba mis tacones desgastados.
Sí, mi pasado va desapareciendo. “Ni modo —pienso— así es la vida”. Recuerdo cómo mis abuelos y padres me decían lo mismo cuando yo era chico. “Ahí estaba el café donde mi papá jugaba dominó todas las tardes”, me señalaban. Ahora veo tapiado al lugar donde mi propio padre tomaba café todos los días con sus amigos.
La maldita pandemia se ha llevado muchos de esos espacios. “¿Te acuerdas del restaurante en la esquina de tal con cual?, pues fíjate que ya cerró”, vamos expresando con tristeza. “¿Qué habrá sido de la mesera que tenía una verruga junto a la comisura de los labios?”, nos preguntamos.
Muchos negocios no sobrevivieron a la crisis económica del covid-19, sobre todo los chicos que vivían al día.
Lo que francamente no esperaba es que este virulento vendaval se llevara a mi colegio.
Me refiero a la escuela donde estudié desde el kínder hasta la preparatoria. Quince años de mi vida. Dónde también estudió mi madre hasta la primaria, porque eso es lo que le correspondía a las mujeres en aquellas épocas.
Un colegio comunitario que tenía 78 años de edad. Una institución donde mi tío, el hermano de mi madre, fue director general. Y, desde luego, donde pasaron mis tres hijos en épocas diferentes.
Es cierto que, por la demografía, mi colegio cada vez tenía más problemas para sobrevivir. Además, a diferencia del pasado, ahora tenía una mayor competencia. Pero el golpe de gracia se lo dio la pandemia. Se tornó financieramente imposible seguir manteniendo a la institución.
Nos avisan, entonces, que el colegio se fusionará con otro a partir del año que viene. El huracán de recuerdos de nuestra infancia y adolescencia nos avienta a una esquina con un nudo en la garganta. Hablo en plural porque mi madre no lo puede creer y, con ojos lagrimosos, manifiesta su tristeza. Todos están atónitos. Con mis compañeros de generación intercambio comentarios de asombro en el WhatsApp. ¿Dónde quedó nuestro mundo?
Cierro los ojos y veo a la maestra enseñándonos el alfabeto. Ella dice “a” y nosotros repetimos “a”. Luego la “b” y así hasta la “z”. Con una vara de madera señala en el pizarrón cada una de las letras hermosamente dibujadas. Suena el timbre. Es la hora del recreo. Salimos volados a comprar un dulce en la tiendita. Jugamos futbol con una pelota hecha con una bolsa de plástico llena de basura.
Recuerdo la banca de cemento donde me sentaba a echar novia con mi primera enamorada. Bien abrazaditos, con mucha discreción, nos besábamos en la boca. Había que cuidarse que no nos viera el prefecto, mejor conocido como “el poli”.
Ahí está, en mi colegio desaparecido, el maestro bonachón al que le decíamos El Lincoln, porque no tenía un dedo: era “el incompleto”. Rememoro el día que me expulsaron toda una semana por bailar el jarabe tapatío sobre la chamarra de piel de una profesora que detestaba. Miro el laboratorio donde preparábamos sustancias secretas en temibles matraces.
Y los amigos, lo mejor de mi colegio. Amigos de toda la vida. Hermanos por elección. Todavía, por fortuna, aquí están, como estaban en los planteles de la Del Valle y la Florida. Los vi la semana pasada y comentamos el rumor que probablemente desaparecería nuestra escuela. No quisimos profundizar por lo que esto representaba. Es un trago muy amargo que hay que pasarse en sorbitos.
Mi pasado, efectivamente, está desapareciendo físicamente. Ya no están ahí personas, lugares y cosas que en algún momento fueron tan importantes. Ahora mi colegio, carajo. No puede ser. Eso sí no me lo esperaba. “¿Qué sigue?”, me pregunto. Se apodera de mí una nostalgia dolorosa, pero placentera. Me duele la evaporación, mas me agradan los gratos recuerdos. Adiós, CHS, te vamos a extrañar. “A ver Zuckermann, deletree esa palabra”. “Sí maestra, e,x,t…”.
Twitter: @leozuckermann