A mi querido amigo Martín.
No es novedad, para nadie, el que reconozcamos que las palabras pueden llegar a tener un peso bastante considerable. Son, a fin de cuentas, la manifestación material (sonora) de nuestros pensamientos, así como, con enorme frecuencia, el guion y/o el plano arquitectónico de nuestras futuras acciones.
Y la importancia de la palabra es tan poderosa que, si estamos en un avión en pleno vuelo y alguien se autoproclama, a todo pulmón, como un terrorista con la clara intención de estrellar nuestra aeronave contra la Torre Latinoamericana, no dudaríamos ni por un segundo en neutralizarlo al instante, ya sea a golpes, a mordidas, a patadas, a cuchillazos de plástico o francamente de la manera que se nos ocurra y al precio que sea.
Y precisamente por lo anterior resulta ser en extremo inmoral llamar terrorista al que no lo es, pues el hacerlo no sólo sería una vil calumnia, sino que ya sería un nocivo discurso muy peligrosamente cercano al falso testimonio (aquel que puede con facilidad llegar a costarle la vida o la libertad a un inocente).
Y si existe una palabra aun más grave para estigmatizar a un individuo inocente que la palabra terrorista, ésta sería la de genocida, pues si ante un verdadero terrorista que está a punto de llevar a cabo alguno de sus macabros planes, todas las anteriores muestras de violencia (todas ellas tanto legítimas como defensivas, sin lugar a dudas) serían mucho más que justificables, frente a un genocida activo procedería, fácil y perfectamente, el colocarle de inmediato una bala justo en medio de la frente, ¿o es que acaso en realidad alguien podría creer, en su sano juicio, que es mejor permitir que siga ocurriendo un auténtico genocidio, que matar a aquel malévolo arquitecto del mismo, que aún continúa llevándolo a cabo en contra de un colectivo inocente en particular?
Ahora, agreguémosle a la anterior ecuación que no sea un Don Nadie el que nos haya dicho que alguien muy en específico (o algunos) es supuestamente un auténtico y monstruoso genocida, sino que nos lo haya señalado nada menos que un importante jefe de Estado, y no sólo eso: que nos lo mencione alguien que, además de ser jefe de Estado, es también el más alto mando de nuestra propia fe religiosa (la más importante del planeta, por si fuera poco).
Y, a manera de cereza en el pastel, que dichas acusaciones de genocidio efectuadas por tan célebre personaje, fueran total y absolutamente falsas, en todo sentido posible.
Bueno, pues me temo que llevo ya 4 semanas dándole vueltas al asunto de que el Papa Francisco, en su fallido discurso del 16 de octubre de 2021 pronunciado en del IV Encuentro Mundial de Movimientos Populares, haya tenido el descaro de prácticamente haberme llamado genocida (sin que yo en realidad lo sea, obviamente), y creo que hasta ahora he logrado domar la frustración personal que me provocaron sus miserables e irresponsables palabras como para poder intentar emitir una opinión más o menos racional al respecto.
¿Y por qué se ha atrevido a referirse injustamente a mí y los que sostienen mi manera de pensar de una manera tan agresiva e injustificable? En realidad, porque no tiene ni siquiera la más mínima idea de lo que está diciendo. El Papa Francisco es, francamente, un absoluto ignorante en materia económica, lo que señalo no intentando hacerlo menos, sino más bien hacerlo más, ya que prefiero mil veces inclinarme por la posibilidad de que sea simplemente un tonto que un personaje en realidad malévolo (lo que sin duda alguna sería, el primero, el menos grave de los panoramas ahora ya posibles). Pero, decía, ¿por qué me considera un genocida? Nada menos que por defender al capitalismo globalizante. En resumidas cuentas, todos los seres humanos, según el Papa, que estamos a favor de la libertad de mercado (es decir, los que apoyamos tu libertad de poderle ofrecer tu tiempo, tus talentos y/o tus bienes materiales a la persona que se te dé la gana -y de la nacionalidad que se te dé la gana- ya sea de forma gratuita, a manera de trueque y/o a cambio de una cantidad de dinero específica así como mutua y previamente acordada entre las dos partes involucradas dentro de semejante arreglo, y/o los que creemos que el respeto a la propiedad privada provoca armonía en vez de conflicto y que la consensualidad simbiótica implícita dentro del mercado y el estado de derecho, es mil veces preferible a la brutalidad impositora, coercitiva, arbitraria y asesina de la guerra), somos, inexplicablemente y ante los nublados ojos de Jorge Mario Bergoglio, nada menos que genocidas (al menos, insisto, según sus tan diminutos e inmorales criterios personales).
Bueno, pues el Papa es en verdad un total iletrado y no tiene ni la más mínima idea de las idioteces que está diciendo, lo que, si alguien gusta, podríamos discutirlo a fondo, así como punto por punto, dentro de otro artículo, pero por lo pronto considero que lo más interesante es analizar las implicaciones naturales que conllevan sus desafortunadas palabras.
Es decir, ¿qué hay de aquellos individuos (en caso de que los haya, por supuesto) que no se dan cuenta de la inmensa atrocidad que el Papa se ha atrevido a pronunciar y que, por el contrario, incluso son tan ingenuos como para creer que en realidad tiene la razón (es decir, que en realidad soy, “forzándolo un poco”, como él mismo lo diría, un genocida)?
Bueno, pues para ellos (sean unos cuantos, o unos cuantos cientos o unos cuantos miles de fans y/o de feligreses), si en realidad han creído semejante barbaridad, lo que debería entonces proceder es el asesinarme de forma inmediata, pues con un genocida activo (como injusta y falazmente el Papa Francisco me ha catalogado) en realidad no se negocia, en absoluto (lección de oro que nos ha heredado Churchill, optando éste de manera correcta por la guerra ante el antisemita y asesino en masa de Hitler, y no por la diplomacia, ya completamente inútil en semejantes casos), sino que al genocida, como ya lo mencionaba, se le da muerte lo más rápido posible y punto.
Las palabras falsas, sin lugar a dudas, pueden ser en extremo peligrosas, al grado de poder llegar a contribuir de modo sustancial a la creación de asesinos y demagogos improvisados, y no sólo eso: bien pueden llegar a provocar un devastador efecto dominó si tan sólo los ingenuos que las han creído son, en vez de unos ingenuos cobardes, unos ingenuos valientes (pues me temo que, cuando ya lo único que nos impide asesinar a un inocente es nuestra propia cobardía, no significa que estemos a punto de convertirnos en unos homicidas, sino que ya lo somos).
Así que ya lo saben: si algún rojillo ultra católico me mete un par de balazos o cuchilladas en los próximos meses sólo por estar a favor de la libertad, de favor ahí les encargo que aprovechen la ocasión para recordarle a San Panchito de Buenos Aires que las palabras, en especial aquellas que son enteramente falsas en todo sentido posible, pueden traer consecuencias sumamente serias y, sobre todo, injustas y destructivas.