A mi esposa Betsahira.
Con enorme frecuencia vemos a un gran número de teístas (de dudosos escrúpulos, me atrevería a agregar) intentando utilizar la fe de sus correligionarios para afiliarlos a sus particulares visiones políticas y/o económicas, ya sean éstas de índole liberal, socialista, comunista, neoliberal, conservadora o del tipo que sea.
Bueno, pues yo soy justo uno de los anteriores (así que, sobre aviso, no hay engaño).
Uno de los valores centrales del teísmo, muy particularmente aquel de origen judeocristiano, es el del amor y, por si fuera poco, el de la caridad (que podríamos considerarla como algo parecido a una prueba factible, por medio de nuestras acciones concretas, de la existencia del primero -es decir, de nuestro amor hacia el prójimo-).
Y considero que, más allá de toda polémica, todos podemos coincidir en que la caridad judeocristiana descansa sobre las bases de la justicia, es decir, primeramente, propone que lo justo es que el que no trabaja, que no coma, pero, a su vez, exige que seamos todos caritativos para con aquel hambriento que “no merece comer” y que, por lo tanto, lo alimentemos de igual forma y prácticamente de un modo desinteresado.
Nada fácil, ¿verdad?
Por lo tanto, esa doble y tan peculiar ecuación ética (la justicia yuxtapuesta a la caridad), significa que la caridad judeocristiana no es en absoluto injusta, sino, más bien, suprajusta (es decir, una acción humana aún más positiva, elevada y bondadosa que la justicia misma).
Pero entonces, ¿qué sería, en concreto, aquello que torna un accionar en específico en un acto tanto justo como, a su vez, también caritativo?
1.- El haber ganado, por ejemplo, un pedazo de pan nada menos que por medio del sudor de nuestra propia frente y, de manera simultánea, 2.- darle al hambriento, de forma enteramente voluntaria, aquel mismo pedazo de pan que tanto esfuerzo nos costó ganar.
Así que, si haces justo lo anterior, estás siendo suprajusto para con el hambriento, es decir, estás actuando con una moralidad no contraria a la justicia, sino superior, en términos morales, a esta última. Pero cuidado: ello se debe, precisamente, a que semejante acto piadoso de tu parte fue efectuado por medio de un pan de tu muy legítima propiedad y, por si fuera poco, sobre el principio de esa doble consensualidad de las partes involucradas (tu libre voluntad de donarlo y la libre voluntad del prójimo de aceptar tu generosa oferta hacia él).
¿Y cuál sería entonces la definición por antonomasia de una falsa caridad (un falso cristianismo), es decir, de un supuesto “acto de amor” que, en vez de ser suprajusto, fuera en realidad injusto?
Lo sería, ni más ni menos, hacer caravana con sombrero ajeno, es decir, que un tercero, por ejemplo, te quite la mitad de tu pedazo de pan, a punta de pistola (es decir, a la fuerza y enteramente en contra de tu libre voluntad) y me lo “regale” a mí.
En semejantes actos no sólo no hay caridad alguna de por medio, sino que, por el contrario, lo único que tenemos es a un inmoral victimario, a un cómplice del primero y a una víctima de ambos (es decir, a un solo perjudicado a raíz de aquel crimen violento, enteramente injusto y punible, así como efectuado por el tercero en discordia).
Ese es, en esencia, el insalvable defecto moral del socialismo, la social democracia, el neoliberalismo e incluso del falso cristianismo: robarle al diligente y/o afortunado, para redistribuir su riqueza injustamente entre los menos afortunados (e incluso entre los amigos, los perezosos o los que se nos dé la gana, ¿por qué no?)
Aquellos sistemas políticos, por lo tanto (aunque en una mayor y muy específica medida el socialismo), son moralmente injustos y, como consecuencia de lo primero, también son fuertes promotores de la ya citada falsa caridad (basada, como ya lo mencionaba, nada menos que en el gobierno haciendo “caridad” pero con el dinero del prójimo, mismo del que se ha hecho nada menos que a punta de pistola, literalmente hablando -de ahí que el tributo del que obedientemente proveemos al Estado sea, como es lógico, un impuesto, y no, en absoluto, una contribución voluntaria ni nada que siquiera se le parezca-), y todo esto en contraposición con la verdadera doctrina cristiana, que nos obliga moralmente a sus seguidores no a alimentar al hambriento con el pan del vecino, sino con el nuestro propio, aquel que hemos ganamos honestamente y por medio del sudor de nuestra propia frente y/o nuestras propias neuronas.
Por lo tanto, si quieres un sistema justo para que los hombres se gobiernen a sí mismos, tienes tu contundente y definitiva respuesta nada menos que en el liberalismo (lo que, obviamente, incluye la libertad de mercado y el respeto irrestricto a la misma y a la propiedad privada de los individuos), y si quieres un sistema filosófico de orden tanto justo como también suprajusto, ahí tienes al judeocristianismo, al pie del cañón, haciéndonos la vida imposible por medio de la exigencia de los más inalcanzables e impensables niveles de amor, de caridad y de bondad hacia nada menos que toda la humanidad, en su conjunto.