En las pocas horas que faltan para entrar al último mes del año, el eterno cuestionamiento de “ser o no ser” permanece vigente en muy diversas acepciones sobre todo cuando lo que buscamos es la felicidad. Con todos los avances informativos que ha desarrollado la humanidad, las personas son cada día más ignorantes de la historia y las múltiples formas de relacionarnos entre nosotros, lo mismo en el ámbito familiar, escolar, vecinal o de convivencia política entre pueblo y gobernantes.
Los comentarios superficiales –memes, fake news y similares- señalan con flamígero dedo virtual a los gobernantes del pasado y en turno, acusándoles entre otros muchos otros pecados de ser autoritarios, ¿ejercer la autoridad necesaria para cumplir un encargo es malo? ¿Qué es peor, el autoritarismo o el absolutismo? Clarificar la diferencia entre tales términos de definición de conductas nos ayudará a proporcionar una respuesta adecuada. El autoritarismo, se mira como una actitud abusiva de quien funge como autoridad, lo mismo un primer mandatario, que un miembro del poder legislativo o judicial y en casos cotidianos de quien ejerza la potestad familiar; por igual, padre, madre, o algún humano más despótico. ¿Ha visto como a la hora de repartir los bienes hereditarios, hay alguien que se adelanta a todos para quedarse con todo o la mayor parte?
A los autoritarios les agrada el halago y dependiendo de su grado de enajenación este se puede trastocar en permitir adulaciones vastas y torpes, como los que pronunciaban algunos miembros del clero religioso de gran poderío en los siglos monárquicos de la antigua Europa[1]. Además de verdaderas conductas insanas[2] el autoritario gusta de centralizar el poder, como una forma de extender su influencia territorial o política, sin producirle culpa el ejercicio personal de intrigas, mentiras, deslealtades e ingratitudes. En política los reyes autoritarios que se convirtieron en absolutistas, debieron enfrentar los inconvenientes del destiempo en que los gobernadores locales recibían las órdenes del monarca, los cual favorecía a aquellos que preferían ser “cabezas de ratón y no cola de león”. Esto fue una causa innegable de un caso de corrupción muy antiguo, “comprar cargos públicos”, sobre todo por lejanos al centralismo del rey, del cual de todas formas se beneficiaban, como ocurrió en el marco de los 70 años del absoluto ejercicio de Luis XIV. En toda Europa los diversos síndromes de conducta autoritaria se trocaron en absolutismo que terminó en España con Fernando VII y en Rusia con Nicolás II. Así las cosas, la pretensión de que el poder político del gobernante que fuera no estuviera sujeto a ninguna limitación de tipo institucional –excepción hecha de lo que se llamaba la ley divina-, fue perdiendo poder en la medida que sus excesos absolutistas fueron dejando secuelas de animadversión en los pueblos.
Contrario a la pretensión de Ulpiano[3], los regímenes posteriores a las autocracias justificadas por el poder divino –que por cierto algunos populistas pretenden actualizar aludiendo a credos divinos autóctonos o muy modernos- empiezan a tener verdaderos límites institucionales, en constituciones, tratados internacionales y leyes que de estas emanan. Así las cosas cualquier gobernante aun cuando se considere rey o príncipe, está sujeto al poder de la ley, por lo cual no podrá ser absolutista aun cuando sus síndromes insanos de conducta no abordados lo mantengan como autoritario. Por supuesto el autoritario aun cuando su pretensión absolutista se tope con las leyes, se conforma con imponer su control sobre todos los aspectos de la vida social, por lo cual todos los gobernados deben obedecer sin cuestionar ninguna de sus ocurrencias aun cuando ello implique ser perseguido o cuando menos coartado en sus derechos fundamentales como serían entre otros el de expresión.
Por supuesto la tentación del autoritario de convertir el poder logrado -aun con procesos democráticos- en absolutismo siempre está presente y tratará de colocar a sus afines, -y aun a los disidentes carentes de carácter- en todos los ámbitos sociales como sería el arte, las ciencias, la economía, los hábitos de conducta, en suma, la educación misma. Para lograrlo, no solo difundirá versiones diversas acerca de la historia de un país, sino apuntalará la uniformidad de los impuestos, la restricción de la autonomía de los congresos locales y todo ello con reformas a los cuerpos militares –ejército, fuerza aérea y armada en el caso de México- que le permitan justificar represión de toda índole a revueltas de campesinos, trabajadores, estudiantes y en general disidentes a su manera de gobernar.
Regresar a sistemas verticales de relación con los gobernados, es quizá una de las tentaciones más comunes en este sigo XXI, en cual parece haber resucitado la idea de Richelieu, asumiendo que el bienestar del pueblo solo se logra si este obedece y se subordina; quien no lo haga será considerado un disidente, que debe ser coartado y en casos extremos encarcelado o muerto en un sinfín de estilos que van dese el ataque directo hasta la desaparición por autores anónimos, que por igual provocan accidentes, queman propiedades o promueven el descrédito de todo aquel que no sea capaz de obedecer.
[1] Incluso los predicadores acostumbraban halagar al rey o algún hombre desde el púlpito.
[2] Es el conjunto de las acciones fisiológicas, mentales, verbales y motrices por medio de las cuales un individuo en conflicto con su entorno trata de resolver las tensiones que quizá se originaron como víctima de una madre, padre o cualquier otra autoridad que lo hizo sentir lastimado desde su primera infancia.
[3] Concordante con la teoría platónica de que la justicia del Estado se basaba en que cada parte se dedique únicamente a su cometido y evite mezclarse en los asuntos de las demás.