Para mi hermano Isaías.
Una de las parábolas más hermosas y profundas que he escuchado, es aquella que reza que los seres humanos somos, en esta vida ruda y despiadada, simples y humildes albañiles al servicio de un gran arquitecto, que generosamente nos provee (a aquellos que nos hemos atrevido a solicitar trabajo bajo su tutela), un plano sublime, prácticamente insuperable, para construir con base en él y con nuestras propias manos (así como con el auxilio de un pequeño ramo de primitivas herramientas), la catedral más sublime, firme y estética posible.
Cual albañiles medievales, contamos entonces con un poderoso mazo, que no es otro más que nuestra propia fuerza de voluntad; el mazo, en otras palabras, es el “¿qué?”, es decir, el ¿qué haré o qué no haré? Es el trascendental dilema entre si intentaré darle forma a uno de los múltiples bloques que conformarían aquella monumental catedral, o de plano, ni siquiera me tomaré la molestia de intentarlo.
También se nos ha proveído de un modesto cincel, que no es otra cosa que la razón misma (el logos); el cincel, por lo tanto, es el ¿dónde?: ¿dónde aplicaré, exactamente, todas las fuerzas de mi voluntad (los múltiples golpes del mazo), para lograr moldear adecuada y exitosamente aquel accidentado pedazo de piedra que tengo frente a mis propios ojos?
La regla de 24 pulgadas del albañil, es el: ¿cuántos golpes, exactamente, debo aplicarle a la piedra bruta y exactamente con qué ritmo y/o frecuencia debo hacerlo, para poder obtener los resultados deseados tanto en tiempo como en forma?
En pocas palabras, la regla nos sirve para planificar y dosificar, para saber con precisión no sólo cuántos pasos debemos dar para llegar a Roma, sino a qué velocidad debemos darlos para poder llegar a la capital italiana justo a tiempo.
La escuadra representaría el equilibrio, la armonía y/o la unión producto de dos elementos enteramente distintos el uno del otro (uno horizontal y el otro vertical), pero perfectamente complementarios entre sí (y aun a pesar de que ambos se encuentren envueltos en un par de misiones de vida sumamente distintas de la del otro): el hombre y la mujer; el día y la noche; el orden y el caos, el tiempo y el espacio (ojo: no el bien y el mal, ni la salud y la enfermedad o la justicia y la injusticia, pues ambos extremos de todos estos últimos elementos recién citados, no se complementan, sino que se excluyen el uno del otro de manera irreconciliable, pues uno bien puede, por ejemplo, cuidar el fondo y también la forma de manera simultánea, pero uno no puede estar, justo al mismo tiempo, enfermo y sano de diabetes o de cáncer de páncreas.
Así que la escuadra consiste en la integración exitosa de dos direcciones distintas, de dos elementos complementarios entre sí y de naturaleza enteramente amoral (es decir, ni buenos ni malos, sino dependiendo del uso particular que le demos a ambos elementos).
El compás, por su parte, es aquella herramienta bípeda, compuesta por una pierna firme y estática, y otra ágil y no sólo en constante, sino también en cíclico movimiento, representando la primera parte de semejante instrumento la perseverancia incansable para alcanzar un objetivo particular e inamovible, como pudiera ser, por poner un ejemplo en concreto, el no sucumbir, víctimas de la implacable furia de la naturaleza (es decir, el no morir ni de calor, ni de hambre ni de frío). Ese objetivo es constante y prácticamente irrenunciable, como ya lo decía, mientras que la pierna móvil del compás representa nuestra capacidad de adaptación a las variantes cíclicas (circulares) provenientes de los factores externos (es decir, aquellos diversos retos que nos representa el medio ambiente y/o las distintas estaciones del año, para continuar con nuestra misma analogía), durante las cuales tendremos, lógicamente, que modificar nuestras técnicas de caza, de recolección e incluso nuestra propia vestimenta (estar, por tanto, en constante movimiento y, al mismo tiempo, con un pie firme, como la roca, postrado en tierra -por paradójico que ello se escuche-); y todo lo anterior para poder alcanzar nuestro laudable objetivo de continuar con vida hasta la llegada de la siguiente primavera (y así, sucesivamente). En pocas palabras, el compás nos recuerda que nuestros objetivos de vida (por pequeños o grandes que éstos sean) deben ser inmutables, pero nuestras técnicas para alcanzarlos, no, pues tendrán estas últimas que ser modificadas constantemente y dependiendo de si nos encontramos atravesando las tranquilas aguas de una dulce primavera, o los mares intempestivos de un caluroso verano, un otoño de vendavales o un álgido y mortuorio invierno.
Por lo tanto, con la ayuda del compás, podremos lograr trazar el círculo perfecto (el ciclo perfecto y del tamaño perfecto), pues además de todo lo anterior, el compás puede ajustar hábilmente el tamaño del radio del círculo que pretendemos dibujar según convenga. Así que el tamaño del círculo que trazaremos es determinado gracias a una previa y adecuada medición de su diámetro por medio de nuestra regla de 24 pulgadas. ¿Qué significa exactamente todo lo anterior? Que con la regla y el compás sabremos, con gran exactitud, si nuestro objetivo a cumplir podrá ser alcanzado dentro de un ciclo pequeño o grande, es decir, durante un ciclo de 24 horas, de 7 días, de 12 meses, de 5 años, de 10 o a lo largo de uno compuesto hasta por una decena de décadas de arduos y escrupulosos esfuerzos personales.
El nivel, es decir, la acción de lograr nivelar el terreno, se refiere al proceso de perfeccionamiento al que debe ser sometido todo trabajo de auténtica excelencia; es el pulir una obra por medio de una labor individual y en extremo escrupulosa; elaborar el tejido fino de la misma, como podría ser, en lo referente a un texto, su respectiva corrección de estilo y ortográfica, así como la pertinente eliminación de toda posible errata y/o perogrullo, por pequeños que éstos sean. Es tomar, entonces, un borrador de sólida estructura (poseedor ya de un profundo contenido) y convertirlo cuidadosamente en una auténtica obra literaria, no sólo caracterizada por aquel fondo enriquecedor que ya hemos citado, sino también por una elevadísima y embellecedora vestimenta estética de manera igualitaria, es decir, a lo largo de todos y cada uno de los distintos fragmentos que la conforman, por igual.
La plomada, por su parte, evita que construyamos “torres de Pisa” (es decir, estructuras involuntariamente inclinadas).
Pero, ¿eso qué significa, exactamente?
Significa que de nada sirve construir un gran edificio si toda la estructura ósea del mismo apunta irremediablemente hacia su futuro hundimiento. Es decir, de nada sirve, por ejemplo, escribir una obra literaria de factura y contenido impecable si, en vez de publicarla y promoverla, la ocultamos debajo de la almohada o sencillamente evitamos a toda costa que la gente pueda llegar a conocerla y/o a tener acceso a la misma.
Por último, tenemos dos herramientas más: por principio de cuentas, a la espátula, que vendría siendo algo así como la portada de nuestro libro, el tipo específico de papel que utilizaremos e incluso el estético diseño gráfico del libro físico que contendrá aquella ya citada obra maestra de la literatura universal.
El otro instrumento es la llana, cuya aplicación viene después de la de la espátula, y consiste en algo así como “el embellecimiento del embellecimiento”. Es la técnica final para emparejar y/o perfeccionar lo que la espátula ya ha realizado con notable éxito. Es, entonces, corregir detalles en el diseño gráfico y la portada y/o la contraportada de nuestro libro, incluso tal vez llegar a cambiar nuestra elección del papel en el que hemos impreso los primeros prototipos de prueba de nuestra sublime obra del arte literario. Es decir, la llana tiene por objeto el perfeccionar nuestras formas, mas no ya nuestro contenido, pues esas labores le pertenecen, como ya lo sabemos, a la herramienta que se le conoce como el nivel. Es, por lo tanto, el perfeccionar las formas hasta que sean tan estéticamente sublimes y perfectas como ya hemos logrado que lo sea el fondo, en su totalidad, de la obra literaria en sí misma.
La llana, entonces, es un eco del nivel, como ya lo mencionaba, pero, valga la redundancia, un eco efectuado a un nivel posterior en términos procedimentales, pues digamos que la llana no pretende pulir el fondo, sino la forma (así que ambas son, sin lugar a dudas, herramientas de perfeccionamiento final, sólo que aplicadas, cada una de ellas, durante distintos momentos específicos del ya mencionado proceso de construcción).
En resumidas cuentas, divirtámonos todos moldeando bloques de calidad y al por mayor, y construyendo con ellos hermosas y sublimes catedrales, que “la cosecha (la abundancia de roca bruta) es abundante, pero los trabajadores son pocos”.