Para mi hijo, Carlitos.
Creo que no es muy controversial el afirmar que el aborto consiste en matar a algo humano. Tampoco lo es el decir que ese “algo” es, dependiendo el caso, un embrión, un cigoto o un feto humano.
Creo que, una de las controversias al respecto, inicia al momento de intentar dilucidar si ese embrión, cigoto y/o feto humano, es o no una persona humana.
En pocas palabras, ¿Cuándo es exactamente el momento en el que podemos ya afirmar que ha iniciado, como tal, la vida humana (que la persona -aquel auténtico sujeto de derecho- ha comenzado a existir)?
Por lo general se dice que el embrión (el feto humano en su etapa más temprana y primitiva), no es nada más que una simple célula humana.
Eso es completamente cierto.
El problema tal vez sea que no es una célula humana como cualquier otra (es decir, como las células vivas que podemos encontrar en uno de nuestros cabellos, uñas, o incluso dentro de nuestros órganos más complejos). En pocas palabras, la célula a la que nos referimos (el embrión en su estado más primitivo) es ya una célula totipotente o totipotencial, es decir, no sólo una célula con su propia e irrepetible cadena de ADN (distinta, por cierto, a la de la madre y a la del padre), sino que es, por definición (y en términos muy simplistas), una célula a la que, si no la matas, lo más probable es que se transforme de forma eventual en un bebé humano y así, sucesivamente (hasta llegar a anciano, en caso, insisto, de que no muera por causas naturales o no naturales).
Lo anterior, por ejemplo, no sucede con ninguna otra célula humana, ni siquiera con el óvulo o con el espermatozoide: si a este último no lo matas, de todos modos, en un máximo de 72 días, habrá muerto solito (a diferencia del embrión, del cigoto y del feto).
Es, precisamente debido a lo anterior, que el momento mismo de la concepción, en términos científicos (tanto genéticos, embriológicos y médicos, en general) es lógicamente no sólo el candidato favorito para determinar el punto exacto del inicio de la vida humana, sino, honestamente, el único, al menos, insisto, en términos netamente científicos.
Pero claro, el asunto no es de ciencias naturales empírico positivistas, sino, más bien, de ciencias políticas. En pocas palabras, el asunto central es uno relacionado única y exclusivamente con las libertades y derechos reproductivos y de salud de la mujer, y no con los de nadie más, mucho menos con los de una diminuta e insensible célula totipotente.
Bueno, lo sería si el cuerpo del feto, precisamente, fuera parte del cuerpo de la mujer, pero ya vimos que no es así, en absoluto (al menos no con base en la ciencia).
¿Entonces? ¿A caso no tiene la mujer el derecho a deshacerse libremente de un parásito ajeno a su propio cuerpo, pero que ha invadido su propio cuerpo, y que incuestionablemente consume su colágeno y un sinfín de nutrientes y vitaminas suyas, precisamente en directo detrimento de la pobre y ya citada víctima?
Pues volvemos a lo mismo: si el feto no es persona, pues entonces claro que puede matarlo ella o incluso quién sea (digo, ¿por qué no?), pero si el feto sí es persona, el deshacerse de él sería equivalente a que yo te invitara a dar un paseo en mi jet privado (es decir, dentro de mi propiedad privada), y en las más elevadas alturas tuviéramos una discusión y, como consecuencia de ello y de mi propia intolerancia, yo te echara de mi propiedad (como si te estuviera echando nada menos que de mi propia casa); pero como no traes paracaídas, el ejercer mi derecho de echarte de mi avión equivaldría, prácticamente, a asesinarte. Por lo tanto, mientras no hayamos aterrizado o mientras no se inventen “paracaídas para fetos” (es decir, procesos biológicos y/o tecnológicos lo suficientemente sofisticados para poder mantener con vida a una célula totipotente no deseada), el feto no podría ser asesinado (a menos, nuevamente, que el feto no sea una persona humana, por supuesto).
Entonces, habiendo ya perdido el argumento científico y político, por lo general la discusión suele adentrarse en el campo más bien filosófico: una persona humana (por ejemplo), es aquella que siente y/o que es consciente de sí misma (eso, entonces, significaría, curiosamente, que sería moral torturar animalitos y mascotas, tan sólo por pura y mera diversión, ¿o acaso un ratón, que evidentemente no es una persona humana, sí es un ser vivo consciente de sí mismo -ergo, no podemos ni torturarlo ni matarlo-, pero el feto humano, no?) Y eso no es todo: si estás anestesiado (es decir, ya que no sientes nada de dolor ni eres consciente de ti mismo), ¿el matarte en semejante estado sería entonces igual de moral que patear una piedra o tal vez aplastar una hormiga? Si estás en estado de coma, y el médico prácticamente nos garantiza que en 9 meses saldrás del mismo y estarás perfectamente sano, aun así, ¿puedo asesinarte sin que ello implique inmoralidad alguna de mi parte, aunque tu ausencia de consciencia sea tan sólo momentánea?
Entonces, el argumento suele incorporar en su defensa la cuestión temporal: a mí no puedes matarme ni durmiendo ni en estado de coma (y ni siquiera a un anciano que padezca de demencia senil), porque, de modo anterior a semejante estado de inconsciencia, yo ya gozaba de la misma (es decir, yo ya había experimentado previamente el privilegio de una plena consciencia -en otras palabras, ya no soy “virgen de consciencia”-, a diferencia del feto, que nunca la ha experimentado, al menos no al grado al que yo mismo ya lo he hecho con anterioridad). En pocas palabras, si nunca has sido consciente de ti mismo, entonces sí puedes ser matado, sin ningún problema.
Pero justo el problema del argumento anterior es que ello no sólo nos permitiría matar embriones, cigotos y/o fetos humanos, sino que también podríamos asesinar bebés, niños, gente con Síndrome de Down y prácticamente a cualquier individuo que no goce ni haya gozado jamás de plena consciencia, es decir, prácticamente a cualquier persona por debajo de la edad de consentimiento (a menos, por supuesto, que defiendas, por ejemplo, que un niñito o niñita de 3, 6 o incluso 12 años es ya lo suficientemente consciente de sí mismo como para que entonces ya no podamos asesinarlo bajo ese mismo y falaz argumento abortivo de la “virginidad de consciencia”).
En pocas palabras, semejante argumento es tan estúpido que prácticamente te obligaría a aceptar la pederastia con tal de no permitir que se asesinaran a niños de seis años, pues tendrías que identificarlos a éstos como individuos conscientes de sí mismos (lo que además es una total y malévola mentira) con tal de no permitir su asesinato, pero ello, triste y consecuentemente, te llevaría entonces a tener que despenalizar la pederastia, pues si los niñitos de uno, tres o seis años son conscientes de sí mismos (lo que, insisto, no es más que una atroz mentira), no tendrían por qué no poder “consentir” un diabólico acto de intimidad al lado de un pervertido sexual nacido medio siglo antes que ellos.
En resumidas cuentas, no existe argumento alguno (ya sea científico, político, filosófico y ni siquiera teológico) para considerar al aborto como una práctica moral (a no ser el muy poco frecuente caso de que corra peligro la vida de la madre por causa directa de la vida del producto) o, en otras palabras, que la mayoría de los imbéciles que componen la Suprema Corte mexicana son eso (es decir, imbéciles) o, ya de plano, son malévolos (es decir, o son malos, o son maletas, porque de plano no hay de otra).