Para mi hijo, Santiago.
La chaira es un utensilio metálico y de cierta delgadez o, también, básicamente una rueda de superficie en extremo áspera, que por medio de un mecanismo un tanto elemental (con frecuencia un sistema de pedales prácticamente idéntico al requerido por una bicicleta) gira sobre su propio eje a velocidades considerables y/o suficientes para poder afilar con éxito cuchillos y demás herramientas metálicas punzocortantes. Hace ya varias décadas (incluso antes de mis propios tiempos), era utilizada, dentro del lenguaje vulgar mexicano, la expresión «hacerse una chaira» (o sea, algo así como una especie de eufemismo mundano, sinónimo de “sacarle filo al cuchillo” o algo por el estilo) para referirse, obviamente, al onanismo (es decir, al acto de la masturbación en sí -particularmente masculina-).
Ahora bien, en la actualidad, la mente posmoderna podrá considerar a la masturbación como un acto inmensamente laudable; una acción revolucionaria, empoderadora; una manifestación de extremo orgullo personal y amor propio. Pero la realidad de las cosas es que, el triste y desolado acto de la masturbación será por siempre la bandera de los perdedores en la batalla del amor; el triste premio de consolación del derrotado, al menos en comparación con las afortunadas minorías que gozamos del inmenso privilegio de poder hacer el amor (no sólo tener sexo, sino hacer el amor, de verdad) todos los días y prácticamente a la hora que se nos antoje.
Precisamente debido a lo anterior, es que otras expresiones como «hacerse una chaqueta mental» (o una chaira mental), han sido ampliamente utilizadas dentro de nuestra pícara cultura semántica, para referirnos a otro tipo de perdedores, poseedores de incluso mucho peores credenciales que los anteriores: a una persona fantasiosa, que no tiene los pies sobre la tierra y que cree con inigualable fanatismo que el mundo podría convertirse en el Jardín del Edén si tan sólo se llevaran a la práctica las ocurrencias más ridículas, utópicas y, sobre todo, falaces, que le puedan haber invadido esa misma tarde su soñadora y muy poco refinada mente. Y ojo: no es que sean optimistas, perseverantes y/u hombres de fe, ¡en absoluto!, sino que son más bien mentirosos, testarudos y fanáticos: enemigos directos de la realidad que los rodea. Si sus quijotescas, deliberadas y peligrosas acciones los llevan a que se incendie su casa, ellos siempre tendrán “otros datos” en relación con lo ocurrido (es decir, la propiedad carbonizada en realidad no fue consumida por el fuego, sino que fue remodelada con éxito para que pudiera gozar del privilegio de una mejor ventilación, aunque no sea cierto, y todo con tal de no dar su brazo a torcer y poder así aferrarse a la idea, igualmente falsa, de su supuesta perfección e infalibilidad; o, en su defecto, el chairo te dirá que fueron los neoliberales, los conservadores, el imperio yanqui, la clase media y/o los fifís los que la incendiaron para hacerlo quedar mal a él, aunque tenga el cerillo encendido en la mano y todos sepamos a la perfección, con pruebas y evidencia sobrante de por medio, que fue él mismo el que llevó al hogar de todos a los brazos de las brasas).
El chairo, entonces, es el “onanista mental” por antonomasia, el perdedor absoluto ante los datos y la evidencia empírica; ante la realidad de la casa de carbón en ruinas y su respectivo y negligente incendio anunciado y evitable. Y al ya no tener casa, entonces el premio de consolación de los chairos será por siempre su famosa labia, la terquedad de un discurso demencial y radicalmente mentiroso, enteramente contrario a la verdad (fétida retórica contraria incluso a aquella realidad incuestionable de que “dato mata a relato”).
El chairo es el hombre que pudo tener fe en algún momento de su pasado remoto, pero que terminó por sucumbir a la tentación de Satán en el desierto, debido nada menos que a su propia arrogancia: el chairo es aquel que le quiso dar órdenes a Dios para poder lanzarse despreocupadamente del despeñadero, sin paracaídas, a la espera de que su fiel y obediente esclavo omnipotente lo atrapara en el aire con su propia mano, pero, sobre todo, a la vista de toda una nación, para que ésta lo vitoreara y lo reconociera como su Mesías Prometido, y procediera gozoso a saturar sus testarudas sienes de un sinfín de guirnaldas de oliva.
El chairo, entonces, no es sólo un vil fantasioso, sino que es un soberbio, enfermo de terquedad y fanático de sí mismo y de sus propias mentiras (mismas que repite con tan nauseabunda frecuencia, que hasta él mismo termina por creerlas).
De ahí que el movimiento liberal y libertario, desde principios de la década pasada, haya comenzado a llamar chairos a todos los mexicanos ingenuos que creyeron que el socialismo del siglo XXI (su torre de Babel) los llevaría directito al cielo (al infinito y más allá). Y es que la esencia de ser chairo bien puede resumirse en creer que un sistema judicial a cargo de un país de más 127 millones de habitantes, funciona a base de abrazos y no de balazos, idea no sólo pueril y ridícula, sino enteramente contraria a la realidad y a la justa aplicación del monopolio legítimo de la violencia que brillantemente nos sugiere el sociólogo decimonónico Max Weber para semejantes casos y que, sobre todo, es respaldada nada menos que por la propia y nutrida evidencia empírica al respecto, con asombrosa y convincente nitidez.
Claro, como bien era de esperarse, los chairos ahora suelen preferir que los llamemos onanistas mentales, soñadores o utopistas (en vez de chairos), pues sus delgadas pieles (pero, sobre todo, su sed infinita de poder y de control, su sangriento instinto autoritario que sueña con poder imponernos sus risibles, irrealizables y falaces ideas y modos de hablar y de pensar) sus delgadas pieles, decía, son su más reciente pretexto para intentar convencernos (u obligarnos, más bien dicho) a que esa maravillosa palabra (maravillosa por lo incomparablemente concisa y precisa que resulta para describirlos), es lenguaje de odio y debe entonces salir huyendo (como Anaya) de nuestro propio vocabulario, o que, de lo contrario, nos atengamos a las consecuencias (como Anaya), es decir, si persistimos en llamar chairos a los chairos (¡qué triste que sean tan así de extremadamente chairos, chairos!), a lo que yo humildemente me atrevo a aconsejarle, apreciable y respetuoso lector que, como toda persona de bien, se contenga a sí mismo y se limite a responder respetuosamente a las descaradas amenazas de sus amistades chairas con un amable: “¡Oblígame, chairo!”
Moraleja: llamemos a las cosas por su nombre, aunque a los chairos no les guste (o como diría el Chapulín Colorado: “al chairo, chairo, y con el mazo dando” -bueno, la idea es esa-).