No, no me refiero al 3 de febrero del 59, el trágico día en el que perdieron la vida Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Bopper, los célebres rocanroleros de mediados del siglo pasado.
Me refiero al 28 de julio, pero de 1914, aquella oscura jornada en la que estalla la Granhisto Guerra del Mundo; el día en el que la humanidad entera celebraría macabramente algo así como la democratización de la guerra.
Pero vayamos por pasos.
Mi hipótesis (tanto estética como política) consiste en que las dos grandes guerras mundiales y, posteriormente, la Guerra Fría, involucraron, como nunca antes, no sólo a todas las potencias mundiales, sino a todos sus respectivos ciudadanos (de ahí la idea de la democratización de la guerra).
Las dos guerras mundiales fueron una carrera masiva y colectiva de poder, es decir, un concurso coral y de músculo entre, por supuesto, el autoritarismo y totalitarismo, por un lado, y los estados más libres por el otro (los cuáles, a pesar de ser algunos de ellos todavía pronunciadamente colonialistas, al menos eran países principalmente constitucionalistas y parlamentarios -con la excepción, en ambos conflictos bélicos, tanto de la Rusia zarista como de la Rusia soviética-).
La Guerra Fría, sin embargo, fue, más que una guerra de poder físico (una auténtica guerra al rojo vivo, como las dos anteriores) una guerra tanto tecnológica como, de modo principal, económica, y, nuevamente (y como tal vez era de esperarse), el mundo libre (prioritariamente occidental y pro libre mercado), logró sacar la casta y salir victorioso de semejante y álgido conflicto.
¿Y qué ha seguido después de la tercera victoria de occidente (o segunda, si consideramos a las dos devastadoras guerras mundiales como un sólo conflicto, con su respectivo intermedio de 21 añitos en medio de ellas)?
Nada menos que exactamente esa misma guerra (entre totalitarismo y libertad), pero ahora ya no peleada, a diferencia de antaño, ni en el caliente campo de batalla del poder, ni en el frío campo de batalla de la economía.
La guerra es ahora, justo hoy en día, ideológica; una encarnecida batalla cultural, polarizada en extremo a lo largo y ancho de todo el mundo libre e incluso más allá de sus fronteras.
Y la guerra ideológica, al igual que la guerra muscular (la batalla por el poder librada en ambas guerras mundiales), y también al igual que la guerra económica (la batalla pragmática entre el capitalismo y el comunismo librada durante la Guerra Fría), la batalla por las ideas, decía, al igual que las otras, también se ha democratizado (es decir, se ha viralizado, para hablar en términos contemporáneos).
Las familias están divididas (radicalmente polarizadas, entre chairos y fifís; entre demócratas y republicanos; entre abortistas y no abortistas; entre si matamos de hambre al tercer mundo, pero gracias a ello salvamos al planeta de la hecatombe ecológica, o hacemos justo lo contrario, etc.), pues la batalla cultural (la guerra de las ideas), como ya lo mencionaba, en realidad se ha logrado permear hacia todos los estratos de las sociedades actuales (este novel conflicto, entonces, también se ha democratizado).
Y esta guerra, al igual que todas las anteriores, es también una librada entre liberalismo y totalitarismo (lo que en absoluto garantiza que, una vez más, la ganemos los menos malos).
Bueno, pues por eso considero que la gran música murió (o fue herida de muerte) el 28 de julio de 1914, con el estallido de la Primera Guerra Mundial (y por gran música, obviamente, me refiero a la tradición occidental que nos dio a genios irrepetibles de la talla de Palestrina, Monteverdi, Bach, Beethoven, Mozart, Brahms, Wagner e incluso los grandes genios del siglo XX, como Debussy y Stravinsky, entre varios otros).
Y es que, en medio de la guerra, sencillamente no hay tiempo para escuchar una sinfonía completa de Bruckner, mucho menos un monumental oratorio de Händel, Haydn o Mendelssohn (ni siquiera una ópera completa del buen Puccini).
Pero lo anterior, gracias a Dios, significa también que, entonces, cuando los liberales (ojalá) ganemos también esta otra guerra por la cultura y los ideales, y el credo libertario de corte escocés logre emerger victorioso de la misma (ese que bien se puede resumir, como lo ha hecho el pensador argentino Alberto Benegas Lynch -hijo-, en la frase que reza que el liberalismo es el respeto irrestricto al proyecto de vida del otro), cuando esta nueva guerra global y encarnecida haya llegado a su fin, decía, la gran música volverá a la vida, y una inmensa ola de nuevos genios creativos del arte sonoro emergerá como el fruto de aquel milagro místico, de ese Nuevo Renacimiento cultural y artístico, mismo que, por cierto, no aniquilará a la música popular y desechable (tan sólo capaz de robar nuestra atención por un máximo de dos o tres minutos consecutivos, a lo mucho), sino que simplemente permitirá al hombre, de nueva cuenta, adentrarse en el universo del sonido y del más profundo lenguaje musical como antes de las devastadoras guerras totales en las que aún nos encontramos todos, democrática y terriblemente sumergidos.
La música excelsa es el fruto de la paz, y la paz duradera no podrá ser alcanzada sino hasta que el liberalismo triunfe finalmente no sólo en términos de poderío político y militar, ni tampoco exclusivamente en los de una clara y contundente supremacía económica (como ya lo hizo, en ambos casos, en el pasado reciente), sino también en la basta campiña de batalla tanto moral como ideológica.
Esperemos, entonces, que esta Tercera Guerra Mundial (o Cuarta, dependiendo de la numeración de tu preferencia), llegue muy pronto a su deseado y correcto desenlace.
Esperemos, entonces, que llegue muy pronto la resurrección de la gran música y del gran arte, en general.