Al asomarse por la ventanilla del avión poco antes de aterrizar en la Ciudad de México (CDMX), se puede observar un inmenso mar de edificaciones. Incluso en la lontananza, allá donde la ciudad colinda con el Estado de México o Morelos, se percibe la hiperactividad de la vida urbana.

Ya con los pies en tierra es singular como, a pesar de vivir en un acelerado ambiente, los capitalinos disfrutan de sus grandes avenidas, las estrechas calles del centro, las antiguas construcciones, la modernidad en las periferias y los parques, muchos parques. Casi en toda la CDMX encontraremos un espacio natural, unos más extensos que otros, y con mayor presencia en ciertas zonas, sin embargo, los parques son espacios de sana convivencia social.

Es increíble atestiguar como, desde las generaciones más longevas hasta las más contemporáneas, se “liberan” de sus teléfonos celulares para ejercitarse, jugar ajedrez, bailar, leer, cantar, montar una bicicleta o sencillamente conversar. En la también conocida Ciudad de los Palacios, la gente se comunica, convive. Tal vez por eso se encuentran al tanto de lo que ocurre en su entorno, en el resto del país y en el mundo. La realidad es que el internet no sabe, no dice, ni vive todo.

Si bien es cierto que dicha ciudad se encuentra convulsionada, con altos índices de contaminación y fama de insegura, resulta plausible como prevalece un ambiente de libertad, tolerancia y respeto. No todo es miel sobre hojuelas, sin embargo, hay que reconocer y, sobre todo, aprender de lo bueno.

Además de lo anterior, en mi reciente visita a la ciudad más grande del mundo, pude atestiguar cómo la necedad de un hombre, que se empecina por vivir en el antiguo Palacio Virreinal, asfixia a la urbe. Ahora, las manifestaciones no sólo ocurren en Bucareli, en Los Pinos o en el Zócalo, sino que se esparcen por todos lados menos al paso del presidente. Volvieron las vallas metálicas que, además de restringir el paso de la gente, empobrecen el bolsillo de los comerciantes.

Otro claro ejemplo son la Residencia Oficial de Los Pinos y el Castillo de Chapultepec, cuyas instalaciones se encuentran sumidas en tal descuido que hasta los apagadores “volaron”, mientras los expendedores de jabón de los sanitarios están hechos con botellas de agua con un hoyo en la tapadera. El aire acondicionado es para el disfrute de los custodios del sitio, quienes, por cierto, son de formación castrense y, en lugar de prevenir el delito, se encargan de vigilar las paredes.

La cereza del pastel fue el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM). Sin duda, el personal del aeropuerto hace su mayor esfuerzo para atender con eficiencia a los usuarios, pero sus intenciones resultan insuficientes. La sede del AICM no da para más, ni en espacio, ni en atención, ni en nada. Peña Nieto tenía razón, pues Texcoco era la mejor alternativa. La mala noticia: tenemos presidente, pero no tenemos gobierno. La buena noticia: somos una sociedad consciente y organizada que pone el buen ejemplo.

Post scriptum: “El sabio puede cambiar de opinión. El necio, nunca”, Immanuel Kant.

* El autor es doctorando en Derecho Electoral y asociado del Instituto Nacional de Administración Pública.

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