De acuerdo con José Woldenberg y Luis Salazar, la democracia es un modo de organizar el poder político en el que el pueblo no es sólo el objeto sino también el sujeto de gobierno. Así se aprecia en los artículos 39, 40 y 41 constitucionales, los cuales aseguran que “Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste”, además de que “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una república representativa, democrática, laica y federal”. Y, la cereza del pastel: “El pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión”. Ah, ¡que bonito es lo bonito!
Sin embargo, la filosofía política deja clara la abismal diferencia que existe entre la “democracia representativa” y la “democracia directa (o participativa)”. Por ejemplo, para el politólogo florentino Giovanni Sartori, en una democracia representativa “el pueblo no gobierna, pero elige representantes que lo gobiernan”, como si se tratara de un cheque en blanco y endosado. Entretanto, en la democracia directa “la sociedad decide (sin intermediarios) en torno a los asuntos públicos» y, para ejercerla, existen instrumentos como el plebiscito, referéndum, iniciativa popular, revocación de mandato y consulta popular.
Tal vez por ello, para el profesor Mauricio Merino, en las sociedades democráticas, la participación ciudadana es la pareja indispensable de la representación política, dado que se necesitan mutuamente para darle significado a la democracia. No obstante, para que la participación ciudadana se dé, es necesario que exista la VOLUNTAD INDIVIDUAL. Entonces, ¿cómo hablar de una democracia participativa si no participamos ni en una democracia representativa?
De acuerdo con la Ley Federal de Consulta Popular (Art. 4), una consulta popular es “el instrumento de participación por el cual los ciudadanos, a través de la emisión del voto libre, secreto, directo, personal e intransferible, toman parte de las decisiones de los poderes públicos respecto de uno o varios temas de trascendencia nacional o regional competencia de la Federación”.
Se trata de un ejercicio de gran trascendencia para la sociedad mexicana. Sin embargo, resulta cuestionable que, mientras en los hospitales continúa un enorme déficit de materiales y personal médico para atender la pandemia y los estudiantes carecen de equipos para tomar sus clases a distancia, el presidente de México optó por destinar más de 500 millones de pesos en una consulta popular que no fue popular.
Prueba de ello es que, según datos oficiales, del 40% que exige la norma para que los resultados de una consulta popular sean vinculantes (obligatorios), sólo se alcanzó el 7.11% del listado nominal del INE. Tlaxcala fue la entidad que más participó (11.66%), y Chihuahua la que menos (3.11%); mientras que Baja California estuvo en la media, pues votaron el 5.02% de los ciudadanos, siendo el Distrito V (Tijuana) el más votado (6.22%), mientras el Distrito I (Mexicali), fue el menos “le entró” (3.57%).
Previo a la consulta popular del 1º de agosto, el presidente López Obrador -por si acaso-, declaró que “desgraciadamente, los que deberían de estar promoviendo esta consulta no quisieran que se supiera nada, ni hay casillas suficientes”. Por lo que, como ya es habitual, la responsabilidad es de todos excepto del presidente. Bien reza aquel dicho: “no hay más ciego que el que no quiere ver”.
Post Scriptum. “El pueblo es libre en la medida en que no delega el ejercicio de su soberanía”, Jean-François Prud’homme.
* El autor es doctorando en Derecho Electoral y miembro del Instituto Nacional de Administración Pública.
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