La salida de Estados Unidos en Afganistán era a la vez previsible e inevitable. Lo que no lo era es la debacle de los últimos días, y las escenas del aeropuerto de Kabul que recuerdan a las de Saigón en 1975. Espero que en lugar de parecerse —electoralmente hablando— al desastre de los rehenes en Teherán para Jimmy Carter en 1979-1980, se asemeje al de Playa Girón para Kennedy en 1961. Carter perdió la reelección en noviembre de 1980, en buena medida debido a los acontecimientos en Irán; Bahía de Cochinos no surtió mayor efecto electoral para Kennedy en 1962, e iba bien encaminado hacia su reelección cuando fue asesinado en noviembre de 1963.
Ilustración: José María Martínez
La salida era previsible. Los norteamericanos no están dispuestos a pagar un costo —siquiera pequeño— para sostener a regímenes afines pero impresentables. Lo hacen en otros países, ciertamente, pero los orígenes son lejanos, y forman parte de la historia maniquea de antes. Hay tropas estadunidenses en Corea del Sur, en Alemania y en Japón. Nadie lo objeta, internamente. Pero tanto Obama como Trump y Biden concluyeron que mantener un destacamento incluso pequeño en Afganistán era políticamente inviable y militarmente inútil. Los talibanes ganarían algún día, y el paso del tiempo no serviría de nada. Trump negoció un mal acuerdo, y Biden lo ejecutó. La salida era inevitable.
El desastre político proviene de una pésima ejecución de ese mal acuerdo. Lo cual nos lleva a una reflexión complicada a propósito del equipo de política exterior de Biden. En teoría, se trata, en la mayoría de los casos, de profesionales con experiencia y dominio de sus temas. En principio, no imperan grandes divisiones entre ellos —por ahora— y trabajan para un jefe que arrastra un largo colmillo en materia internacional, con el que nadie había llegado a la Casa Blanca desde Nixon en 1968, o tal vez desde Eisenhower en 1952. Nada debería sorprenderlos.
Sólo que, guardando las proporciones, antes de Kabul se les interpusieron tres sorpresas que no debieron haber existido. La primera, obviamente, consiste en el incremento del flujo migratorio en la frontera sur de Estados Unidos: centroamericanos, mexicanos, cubanos, haitianos, etc. No es que no supieran; no actuaron en consecuencia de la información con la que contaban. La segunda fue Cuba: las protestas. El terrible deterioro de la situación económica, social y sanitaria de la isla era conocido, pero la gente de Biden pensó que el tema podía esperar. Tercera sorpresa: Haití, y el asesinato del presidente, menos previsible que las otras dos, pero sintomático de un malestar profundo, ese sí visible. Biden ha hecho un gran gobierno en lo interno, y aún viene lo mejor; pero su equipo internacional es conservador, gris, carente de imaginación y de audacia. Se paga.
Hay un problema de historia detrás de todo esto. En mi libro Estados Unidos: en la intimidad y a la distancia, describí cómo la permanencia en Afganistán representaba un claro ejemplo, junto con Vietnam, de cómo la historia no desempeña el papel que le corresponde en la política exterior de Estados Unidos. No por carecer de historiadores: en sus universidades trabajan los mejores del mundo. El problema es que no les hacen caso. Era evidente que Bush debía haber entrado a Afganistán en octubre de 2001, destruir las células de Al-Qaeda en Tora Bora, y salirse, aunque eso implicara entregarle de nuevo el país a los talibanes. Quiso quedarse, por Iraq, por hubris, por no ser ni parecer insensible a las atrocidades de los talibanes contra mujeres y niñas. Se equivocó, y le toca a Biden pagar los platos rotos.