Para mi hijo, Ernesto.
Vayamos al grano: la triste y devastadora realidad es que, la cultura mexicana (aquella indudable mezcla entre lo ibérico y el indigenismo precolombino), desde sus orígenes, tanto y precisamente castellanos como mexicas y mesoamericanos en general, es una cultura en extremo miserable e inculta al menos tanto en materia política como económica, pues desde siempre (y prácticamente sin excepción alguna) se ha encontrado sometida a regímenes, en el mejor de los casos, totalitarios, absolutistas, esclavizantes y, en el peor de ellos (es decir, como ocurría en tiempos de la América prehispánica), incluso abiertamente teocráticos, genocidas y antropofágicos.
En pocas palabras, y con solamente la excepción (al menos parcial) del México neoliberal y contemporáneo, el pueblo mexicano y sus antepasados han vivido siempre bajo el yugo de diversos gobiernos tiránicos, totalitarios y clasistas (lo que podemos comprobar con tan sólo recordar la aberración que representaba la desigualdad sistémica entre el Calmécac y el Telpochcalli y sus respectivos estudiantes, por poner tan sólo uno de varios ejemplos posibles).
Así que los mexicanos hemos crecido siempre como un pueblo oprimido, acostumbrado no sólo a someternos, sino incluso a adorar e idolatrar a nuestros propios tiranos, a nuestro amo opresor en turno (fenómeno que tal vez hoy más que nunca podemos observar en el culto desmedido a la personalidad del presidente actual, profesado, con incomparable fanatismo, por una enorme cantidad de nuestra población presente).
Como consecuencia de todo ello, el mexicano detesta, desde lo más profundo de su alma, a la libertad en todas sus diversas manifestaciones (y, por supuesto, a la responsabilidad personal que ésta conlleva) y, nuevamente, hoy vemos más que nunca cómo, por ejemplo, el odio a la libertad de expresión o a la libertad de mercado parecieran pulular dentro de nuestra cultura, como lo podemos constatar por el alarmante número de periodistas asesinados en nuestro país o por los ataques directos del presidente en contra no sólo de la prensa que disiente con él y sus ideas, sino también en contra de los empresarios e incluso de la gente de la clase media que se atreve a tener la intención de llegar a obtener un mayor grado de bienestar o prosperidad material tanto para ella como para su familia gracias al sudor de su propia frente, a los que tacha de «aspiracioncitas» e «hipócritas», entre muchos otros epítetos.
En pocas palabras, los más refinados ideales políticos y económicos del liberalismo ilustrado, especialmente de corte escocés, nunca lograron permear, aunque sea a cuenta gotas, ya no digamos que al pueblo de México en general, sino ni siquiera a sus distintos dirigentes políticos, sino hasta inicios del siglo XXI, aunque en la actualidad vemos cómo, a un paso más que veloz, nos alejamos nuevamente de ellos, con un gobierno más corrupto que ningún otro (que no sólo realiza muchas más licitaciones directas que los anteriores, sino que posee un mayor número de descarados e impunes escándalos públicos de corrupción y apología directa del crimen organizado que ningún otro en toda la historia), mayor inflación (misma que, por primera vez en décadas, es mayor al 5.8%), desempleo, inseguridad pública (casi triplicando el número de homicidios, feminicidios y asesinatos de mujeres cometidos durante la época neoliberal) y, por supuesto, mucho mayor endeudamiento público e incluso decrecimiento económico ya desde antes de la pandemia, en comparación con el más bien mediocre promedio de crecimiento anual neoliberal del 2.1% (totalmente envidiable para nuestros oscuros tiempos).
Pero nuestro terrible presente, más que a nuestro terrible pasado, se debe en realidad a los referentes ideológicos arraigados en el interior de la dominante cultura mexicana contemporánea, que son justamente los mismos sobre los cuáles nos encontramos siendo gobernados en la actualidad y, a su vez y a muy claras luces, aquellos que sostiene con incomparable orgullo el desastroso, asesino y empobrecedor socialismo latinoamericano del siglo XXI, como lo podemos constatar, por ejemplo, con la clara alineación de nuestro presidente actual con las represivas dictaduras cubana y venezolana, su profunda admiración confesa por el tirano y asesino de Fidel Castro y, al mismo tiempo, su abierto desprecio a la ODEA, es decir, a todo régimen auténticamente libre, democrático y republicano.
Tampoco es coincidencia que el presidente se alinee con dictaduras terroristas y narco terroristas como Irán, o con el genocida partido comunista chino, la rusia dictatorial de Putin, etc., con el perverso objetivo, por ejemplo, de condenar públicamente a la única democracia republicana del Medio Oriente que es Israel, tan sólo por defenderse esta última de los ataques indiscriminados en contra de su población civil efectuados por diversos grupos terroristas palestinos que, también de manera abierta y descarada, han hecho público su objetivo de exterminar no sólo al Estado de Israel como tal, sino a todos los judíos del mundo, como bien lo podemos constatar leyendo el acta constitutiva de Hamás, el grupo terrorista y dictatorial que hoy gobierna, con mano de hierro, al territorio palestino.
Y es hacia todas estas tiranías asesinas y totalitarias a las que López Obrador rinde pleitesía y les ofrece su mano cómplice y amiga, mientras que, insisto, nuestro presidente demuestra públicamente su repudio casi total hacia todas aquellas democracias republicanas que obviamente no sólo no comparten semejantes y aberrantes ideales, sino que son enemigas acérrimas de los mismos, lo que reitero solamente para dejar en claro cuáles son los referentes ideológicos del México contemporáneo y cuáles no.
Pero no todo está perdido.
El antídoto a todo este desastre sigue estando justo al alcance de nuestra mano, y éste no es otro que la libertad de todo tipo y, por lo tanto, la responsabilidad personal que se desprende de ésta (es decir, la de gobernarnos de forma correcta y ejemplar a nosotros mismos, como individuos). Esa es la respuesta idónea contra regímenes como el actual, que pretenden hacernos creer que no es nuestra propia responsabilidad el hacernos cargo de nosotros mismos, sino que es la de nuestro gobierno (la de hacerse cargo de nosotros mismos), como si el Estado fuera nuestro papá y todos los adultos de México fueran tan sólo niños eternos, inválidos, incapaces de hacerse responsables siquiera de alimentarse a sí mismos por medio del sudor de su propia frente (de ahí que el gobierno, como lo cree López Obrador, deba regalarnos dinero y todo tipo de cosas, a cambio de nuestro voto, por supuesto).
En pocas palabras, conforme los mexicanos dejemos de desear que el gobierno nos solucione todos nuestros problemas personales y comprendamos que éste (nuestro gobierno) sólo debe hacerse responsable, a lo mucho, de proteger la vida, la libertad y la propiedad privada de todos sus ciudadanos, lograremos liberarnos finalmente de los tiranos de los que prácticamente siempre hemos padecido a lo largo de toda o de casi toda nuestra triste historia.