La elección del pasado 6 de junio parecía haber exorcizado el peligro de perder nuestra democracia. Parecía que un Congreso más equilibrado, por haber eliminado la mayoría calificada que ostenta Morena con sus aliados, contendría las ambiciones de construir un país de un solo hombre. Lamentablemente parece que no es así. Que los ímpetus concentradores de poder del presidente se exacerban y que no detendrá su búsqueda de polarizar al país y la destrucción institucional.
La democracia sigue en vilo por varias razones. Primero, el intento de incorporar a la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa, que en los hechos es lo que actualmente existe, pues la Suprema Corte no ha resuelto las acciones de inconstitucionalidad, formalizaría sin ningún tapujo ni restricción el mando militar en las tareas de seguridad interior del país. Los resultados en los últimos sexenios han mostrado que el uso de los militares no es el camino para detener el avance del crimen organizado. Y mucho menos su inacción, con la política de “abrazos no balazos” del actual gobierno. Los enfrentamientos de las Fuerzas Armadas con el crimen organizado han descendido, mientras que el número de homicidios dolosos sigue rompiendo récords anteriores. No sólo eso, que los militares lleven a cabo investigación criminal y que puedan ejercer la procuración de justicia es característica de regímenes autoritarios y no de regímenes democráticos.
Segundo, la creciente militarización del país, que se acerca gradualmente a un estado de militarismo al otorgársele nuevas atribuciones, presupuesto e incluso la operación económica de aeropuertos, ferrocarriles y otras actividades, parece cada vez más un camino sin retorno. Conforme se agregan tareas a las Fuerzas Armadas, acompañadas de cada vez más personal militar en puestos que anteriormente eran ocupados por civiles (como incluso el control aéreo en la aeronáutica civil, por dar un botón de muestra), nos acercamos a una situación donde los pilares democráticos se van derrumbando.
Cuarta, la posibilidad del aval de la Corte sobre la ‘ley Zaldívar’, claramente inconstitucional en su artículo 13 transitorio que prolonga el periodo del presidente y de miembros del Consejo de la Judicatura, borraría en los hechos la división de poderes y mostraría un alto grado de sujeción del Poder Judicial ante el Poder Ejecutivo.
Quinto, el anuncio de una reforma electoral que todavía no se conoce bien su contenido pero que, por los dichos presidenciales, estaría encaminada a desdibujar la independencia del árbitro electoral y legitimar, en los hechos, la violación a la ley electoral que cometió el presidente a lo largo del proceso, y que él mismo aceptó haberlo hecho, es potencialmente un golpe duro a los pilares de nuestra democracia.
Las posibilidades del presidente para ‘alcanzar’ la mayoría calificada para modificar la Constitución dependerá de la solidez de la oposición, de su resiliencia ante el chantaje que sufran diputados en lo individual (el uso descarado de instituciones del Estado para persecución política casi se ha vuelto ordinario), y de la fortaleza de la sociedad civil para resistir con efectividad los embates oficiales. No está fácil lograrlo, sobre todo porque la voluntad presidencial de concentrar el poder, y continuar la erosión de nuestra Constitución y de nuestras leyes mediante decretos y la inactividad del presidente de la Corte, sigue vigente y con más bríos.
Nuestra democracia, lamentablemente, sigue en vilo.