No parece probable que Morena pierda las elecciones de junio. Las encuestas, hasta ahora, establecen que el partido en el poder y sus aliados retendrán la mayoría en la cámara de diputados (cuando menos la simple, aunque podrían alcanzar la calificada) y obtendrán un buen puñado de las gubernaturas en disputa. Hay varios motivos para que esto pueda suceder.
Por un lado, que el gobierno está en una campaña ininterrumpida desde que llegó al poder. El presidente oficia de candidato más tiempo que de mandatario. Cada mañana, en su rueda de prensa, aventura promesas, traza planes y agrede a sus opositores. Y, así, eludiendo lo que puede los temas cruciales y sustituyéndolos en la agenda por sus intereses y obsesiones (habla más de beisbol que de economía y mucho más de antojitos mexicanos y dicharachos populares que de inseguridad) no hace otra cosa que emitir eslóganes destinados a su tribuna. Es un propagandista nato y convence a muchos.
Por otra parte, los comicios de “mitad de sexenio” suelen tener una participación más baja que las votaciones presidenciales. Y claro, el abstencionismo es una realidad eterna: sobran los apáticos, los desengañados, los que nomás sacaron la credencial de lNE para hacer trámites. Aunque una parte importante de la población se esté uniendo, a marchas forzadas, en contra de López Obrador, otra parte muy considerable apoya al presidente y votará en automático por lo que él les pida.
El problema está en la aparición de una posible grieta en la fe ciega de sus partidarios. Una grieta seria. Porque aunque retenga o incluso amplíe, a escala federal, el poder que ganó en 2018, el gobierno y el partido del presidente sufrieron un golpe de credibilidad brutal con el colapso de la línea 12 del metro de la Ciudad de México, por el que murieron 26 personas y quedaron malheridas varias decenas más.
Esta catástrofe (que la jefa de gobierno, Claudia Sheinbaum, ha insistido en describir como “incidente”) no sucedió en un rincón apartado, sino que se dio en el corazón del lopezobradorismo: entre la gente que habita en los barrios populares de la Ciudad de México.
La reacción distante y gélida del presidente, la minimización de la tragedia en su discurso, su insensibilidad ante las víctimas y los deudos, no son cosas nuevas. Otros sectores ya han padecido ese tipo de desdenes. López Obrador no ha parpadeado ante las masacres del crimen organizado, ante el maltrato estructural de inmigrantes, ante los damnificados por desastres naturales… Solo que ahora, la afrenta se la hace a una facción fundamental de su propio bando.
Ha sido la gente de la Ciudad de México la que, abrumadoramente con respecto al resto del país, ha apoyado, sostenido e impulsado la carrera política de López Obrador. Y, una vez que el presidente se ha sacudido de encima, como quien se quita el polvo de las mangas, a las comunidades intelectuales, académicas y artísticas, es esa gente, que es mayoría en el transporte público, que cruza la urbe para trabajar y luego, otra vez, para volver a casa, la que lo arropa y la que, paradójicamente, se está llevando este desaire.
El colapso del metro no fue un accidente impredecible, sino el producto de graves negligencias y descuidos (no son un secreto las fallas en la construcción y el mantenimiento de la Línea 12). Un colapso gestado, desarrollado y administrado íntegramente por el bando del mandatario y, en buena medida, por algunos de los personajes políticos más cercanos a él.
Y esta vez su distancia y frialdad no es una afrenta a los “opositores”. Está siendo cínico con el dolor de la ciudad que lo arropó y sostuvo. Allí hay un error de cálculo político (y eso por no hablar de ética). Si López Obrador se preocupa más por el poder que tiene que por la gente que lo votó y defendió y a la que le debe todo, ¿para quién gobierna? Y si la gente que ha creído ciegamente en él se siente tratada como “adversarios” ¿llegará a cambiar de bando?