La inflación es una de las peores distorsiones que se pueden introducir en una economía y no solo porque el dinero deja de tener una de sus funciones que es servir como almacén de valor de una parte de nuestra riqueza sino que, peor aún, distorsiona prácticamente todas las decisiones que tomamos los individuos y las empresas…
El presidente enfureció con el Banco de México y encausó su enojo en contra del gobernador Alejandro Díaz de León. La razón: el ejercicio del instituto central correspondiente a 2020 arrojó un resultado de 165,017 millones de pesos que, en cumplimiento de lo establecido en los artículos 53 y 68 de la Ley del Banco de México fueron canalizados, respectivamente, a incrementar las reservas de capital (43,242 millones de pesos) y a cubrir pérdidas de ejercicios anteriores (121,775 millones de pesos) por lo que no hubo un remanente que pudiera ser entregado a la Tesorería de la Federación.
En este enojo, alimentado por sus fobias, el presidente anunció que no ratificaría al actual gobernador para otro periodo y que postularía a un “economista con dimensión social, muy partidario de la economía moral”. Vaya usted a saber qué diablos es un economista con las características mencionadas por el presidente porque dos cosas resaltan.
La primera, todo economista tiene una “dimensión social” dado que la economía es una ciencia social cuyo objeto de estudio es el ser humano y las decisiones que toma frente a la escasez de recursos así como su interacción con el resto de los individuos y organismos que componen la sociedad. La segunda, la “economía moral” no existe; la economía, como ciencia, no es una rama de la moral y menos aún de la teología. Lo que sí se espera de un economista es que las recomendaciones que haga, sustentadas en la teoría y en la evidencia dura, devengan en un mayor nivel de bienestar de los individuos, de las familias y de la sociedad en su conjunto.
Esto me lleva a analizar cuál es la mejor y más significativa aportación que un banco central, en cualquier país, puede hacer por el bienestar de la sociedad. Sin duda este es preservar la estabilidad en el poder adquisitivo de la moneda. Lo que esto quiere decir es que el principal objetivo de un banco central tiene que ser dotar a la sociedad de un bien público muy particular: una tasa de inflación baja y estable. Más aún, el que nuestra moneda tenga un poder adquisitivo estable es un derecho ciudadano; es un componente de un íntegro Estado de derecho, requisito indispensable para poder insertarse en un proceso sostenido de desarrollo económico.
La inflación es una de las peores distorsiones que se pueden introducir en una economía y no solo porque el dinero deja de tener una de sus funciones que es servir como almacén de valor de una parte de nuestra riqueza sino que, peor aún, distorsiona prácticamente todas las decisiones que tomamos los individuos y las empresas.
De entre los efectos negativos de la inflación destacan, primero, que los precios relativos dejan de reflejar la escasez relativa de los factores de la producción y de los bienes que con ellos se producen, lo que deriva en una asignación ineficiente de los recursos. Segundo, distorsiona las decisiones de consumo intertemporal, castigando el ahorro (sobre todo el de mediano y largo plazo), la intermediación financiera y el consumo futuro. Tercero, desincentiva la inversión en capital productivo y acorta los plazos en el horizonte de planeación de los inversionistas, lo que inhibe el crecimiento de la economía. Y cuarto, la inflación es un impuesto expropiatorio de la riqueza y daña relativamente más a las familias de menores niveles de ingreso, quienes tienen menos posibilidades de protegerse; es el impuesto más regresivo que existe.
En consecuencia, la principal encomienda del próximo gobernador, “economista con dimensión social” será, junto con los demás miembros de la Junta de Gobierno, proteger la autonomía del Banco de México como requisito para dotarnos de estabilidad de precios. Si la autonomía se pierde, también perderemos la estabilidad.