Un seudo periodista corrupto, en realidad sin un ápice de ética o profesionalismo de ningún tipo (y cuyo nombre ni siquiera vale la pena mencionar), me acusó falsa y personalmente a mí (hace ya más de diez años, por cierto) no sólo de ser un pederasta, sino de ser el capo de una red inexistente de pederastia en México y, si mal no recuerdo, también en el resto del mundo (incluida Alemania). Lo curioso del caso es que, hasta la fecha, las acusaciones falsas en mi contra provenientes de semejante personaje puedan seguir siendo encontradas con toda facilidad dentro de las redes y que ni esa persona ni periódicos como el Unomásuno (una publicación tal vez de segunda, pero, a fin de cuentas, con cierto peso al menos dentro de nuestro país), se hayan tomado la molestia de rectificar acerca de sus mentiras en mi contra, a pesar de que contacté personalmente a la directora actual de dicho periódico y la proveí de la respectiva evidencia que demuestra de manera irrefutable que no sólo no tengo antecedentes penales de ningún tipo, sino que en mi historial penal solamente existe una solitaria denuncia en mi contra (enteramente falsa, por supuesto, de ahí que se haya dictado de inmediato y en contra de la misma el no ejercicio de su respectiva acción penal) y ésta además fue interpuesta en mi contra por supuesto estupro y corrupción de menores (acusaciones igual y demostrablemente falsas, por supuesto), mas no por pederastia, trata de personas, ni mucho menos. Aun así, la directora del Unomásuno se limitó a responderme (y tan sólo por medio de un conocido nuestro en común) que no podía corregir las mentiras de su periódico en contra mía por “problemas técnicos”, es decir, porque era “mucha bronca” bajar del internet dichas noticias falsas.
Y ustedes podrán tacharme de delicado o de tener la piel demasiado delgadita como para que me afecten un par de noticias falsas en mi contra divulgadas por periódicos de segunda y periodistas de cuarta, pero no crean que es tan simple el asunto. Yo amo, por ejemplo, la pedagogía, y hasta la fecha me cuesta demasiado trabajo el poder ejercerla, especialmente con niños pequeños, debido a semejantes calumnias; y sé que en el fondo no es tanto porque la gente las crea y/o en realidad considere que soy un criminal mucho más poderoso que el Chapo Guzmán, sino que, frecuente y sencillamente prefieren (por cuestión de imagen) no asociarse con personas que saben que son inocentes, pero de las que se dice que son criminales más peligrosos, inmorales e incluso poderosos que el propio Guzmán Loera. Eso, evidentemente, ha afectado mi vida laboral de manera al menos significativa, lo que menciono no con el afán de renegar en contra de la libertad de mentir de dichos personajes (vamos, yo mismo hago periodismo con cierta frecuencia, así que es más que evidente que soy un defensor férreo de la libertad de expresión, incluso de la de los malos periodistas, mismos que, en vez de utilizarla para divulgar la verdad y los hechos, lo hacen para mentir de forma más bien cínica, pero lo que, afortunadamente, tan sólo los convierte en eso -es decir, en pésimos periodistas-, pero ya no en prisioneros políticos o en auténticos criminales ante la ley, lo que insisto que en realidad celebro enormemente). Lo menciono, decía, más bien para aclararles que, aunque ustedes no lo crean, la queja central de este artículo no va dirigida en contra de esos oscuros y ya citados personajes (de ahí que ni siquiera haya considerado trascendente el incluir sus respectivos nombres en el presente documento), sino que más bien va dirigido en contra de la mayoría de todos nosotros, es decir, en contra de una gran parte de nuestra cultura actual (y no sólo nacional, sino internacional), esa famosa cultura de la cancelación que con suma frecuencia decide colectivamente, cual auténtica turba virtual, intentar acabar a toda costa con la reputación e incluso con la vida laboral de todo aquel al que se le dé la gana de convertir en el blanco de su irracional furia y, ¿por qué no?, incluso de su diversión o entretenimiento.
No lo olvidemos: cuando no contratamos o no nos asociamos con alguien inocente tan sólo porque la marabunta internáutica ha decidido injustamente lincharlo (y, por lo tanto, no queremos que nos embarre del lodo que la propia turba le ha lanzado a capricho), nos convertimos de manera automática no sólo en un enjambre de cobardes, sino en parte esencial de la injusticia misma, en parte del problema en vez de la solución.
Y no me malinterpretes, a los pederastas y tratantes de personas obviamente debemos darles, como mínimo, cadena perpetua y perseguirlos con todo el peso y la inteligencia de la ley (y que digan que les fue bien), pero precisamente por la inmensa gravedad de estos siniestros delitos, es que no podemos trivializarlos, tanto en honor a la verdad como a las verdaderas víctimas de semejantes criminales, y la manera de no trivializar dichos términos se logra no utilizándolos a ligera, mucho menos tan sólo con el perverso objetivo de linchar a aquel que deseamos linchar o nos conviene linchar, aunque tengamos perfectamente en claro que los cargos que esgrimiremos en su contra son enteramente falsos.
E insisto una vez más (para que no me vayan a querer tachar ahora de totalitario u otra cosa más) que claro que debemos defender la libertad de expresión ampliamente e incluso con nuestra propia sangre, pero, ¿y qué me dicen de nuestro derecho a que se presuma nuestra inocencia ante la ley y la sociedad entera, en vez de nuestra culpabilidad, como debe ocurrir dentro de toda nación civilizada? Por ese sagrado derecho, señores míos (el de la presunción de la inocencia), también debemos estar enteramente dispuestos a dar incluso nuestras propias vidas, pues la opción contraria a ello me temo que bien podría ser la de terminar por retornar a la edad de las cavernas, a un tribalismo injusto, ultra violento y enteramente contrario al del espíritu de una república democrática y auténticamente civilizada.