La dictadura avanza, señores. A paso de ganso, como en la antigua Prusia o en la vieja Italia. Va de nuevo, señores, la intención de abatir los órganos constitucionales autónomos, que oponen cierto freno a la concentración del poder. Esta tendencia se hallaba a la vista. Hoy intenta una nueva carta en el juego contra la democracia. El golpe provino de una mañanera y se formalizará en una propuesta de reforma constitucional. ¡Vaya reforma, que utiliza el cauce de la Constitución para mellar los valores constitucionales!
El jefe del Estado anunció el propósito de revisar la existencia de algunos órganos autónomos. Poseído de fervor moralizante y espíritu de ahorro, denunció excesos y dispendios. Y propuso que las funciones de aquéllos se trasladaran a ciertas dependencias del Ejecutivo, sobre las que éste ejerce mando y a las que fija rumbo. Dijo que las tareas del INAI podrían encomendarse a la secretaría de la Función Pública, y las del Instituto Federal de Telecomunicaciones a la SCT (quizás para compensarla de la pérdida de la autoridad portuaria). ¡Ánimo institucida, otra vez! Y no dejó de mencionar —encendiendo luces de alarma— a las universidades públicas. Pronto podrían caer más cabezas bajo el golpe de la guillotina.
Supongo que este rediseño fue producto de un desvelo laborioso. Los autores del nuevo mapa de la Administración Pública miraron al pasado para formular el futuro. Suele ocurrir en las elucubraciones de un designio conservador que se dice liberal. Bajo la misma lógica, el Banco de México (un blanco estratégico) podría ser una oficina de la secretaría de Hacienda. El Instituto Nacional Electoral se recrearía en la secretaría de Gobernación. El INEGI retornaría a la dirección de estadística de la secretaría de Economía. El INAI iría a la secretaría de la Función Pública. Y los otros viajarían a donde estorben menos las decisiones discrecionales del único poder subsistente: el Ejecutivo.
Se podría ampliar el proyecto reformador. En esta incursión hacia el pretérito, el padre de la Patria operaría como un monarca luminoso: «El Estado soy yo». En consecuencia, el Congreso quedaría como oficialía de partes para las novedades que le turne el Ejecutivo (con una imprenta anexa para la publicación de bandos). Reposarían los tribunales, liberados de la autonomía. Los estados de la Unión se transformarían en departamentos de la estructura central, con autoridades designadas desde la presidencia de una república en transición. Y los superdelegados de hoy serían los nuevos jefes políticos (a la manera del porfiriato), correa de transmisión de las decisiones del reino.
Lo que se ha olvidado (o quizás lo que más se ha recordado) en esta refundación de México es que los órganos autónomos fueron concebidos para evitar los excesos y desvíos del poder central, regular con ciencia y prudencia sectores básicos de la nación, controlar el buen despacho de funciones públicas, impulsar el desarrollo democrático y resistir tentaciones dictatoriales. Esos órganos asediados —siempre perfectibles, por supuesto— sirven al progreso de la democracia y la buena marcha de funciones esenciales del Estado, que no deben quedar a merced de un poder omnímodo que quiera instalar su propia versión de la república a partir de una «transformación deformadora». Es necesario recordarlo, no sea que el olvido y el silencio faciliten el curso de los vientos dictatoriales que se ciernen sobre México. Rescatemos la memoria como remedio contra el olvido y elevemos la palabra como recurso contra el silencio. Si no lo hacemos…