Hay brutos en todas partes. Necios que creen que un cinturón de seguridad es una imposición tiránica, que la teoría de la evolución es un mensaje del demonio, que las vacunas son ampolletas que nos robarán el alma. En todas partes hay loquitos que gritan en la esquina que ya viene el fin del mundo. Lo que preocupa es que el chiflado invoque a la autoridad para fundar su imprudencia, que siga el ejemplo del gobernante para justificar su irresponsabilidad.
Eso ha pasado aquí. La pedagogía oficial ha rendido frutos. El diputado Fernández Noroña es el alumno ejemplar de la estrategia sanitaria del gobierno federal. Ha aprendido las lecciones del doctor López-Gatell y las pone en práctica con enjundia. Hace unos días lo citó en el Consejo General del INE para rechazar el uso del cubrebocas que se había establecido como norma de reunión. No es necesario usarlo, dijo, repitiendo las palabras de quien alguna vez se presentó como técnico: la tela puede crear una falsa idea de seguridad. Más aún, el paño que cubre nariz y boca es, en realidad, un instrumento esclavizante, un dispositivo para someter a la población, un artefacto de silenciamiento. Para este machismo libertario despojarse del cubrebocas y hablar a baba suelta es una señal de valentía, de arrojo, de dignidad. La hombría demostrada en la saliva sin retén. Que el instituto electoral hubiera acordado esa norma para la celebración de su consejo es, para un cuatrotícola leal, irrelevante. Nos lo han dicho de muchas maneras: las leyes que alguien considere injustas deben violarse. Está escrito en alguno de los mandamientos presidenciales: Violarás la ley que te disguste.
Es grave, decía, que la irresponsabilidad encuentre coartada en el discurso oficial. Más grave, tal vez, es que el desplante reciba felicitación del máximo líder del país. Todavía hoy, cuando los contagios alcanzan nuevo pico, cuando la muerte llega a niveles que superan varias veces el cálculo más catastrófico; mientras caminamos hacia un invierno pavoroso, el presidente de la República minimiza otra vez el peligro que enfrentamos y bendice la insensatez como expresión de libertad y una muestra de la infinita sabiduría del pueblo. Todos los días imparte cátedra de irresponsabilidad. Un hombre obsesionado con su propio símbolo aparece siempre con la cara descubierta. Los carteles que vemos en la ciudad lo piden, lo imploran. Por respeto, por valor, por salud, por amor, lleva puesto tu cubrebocas. Por ti, por mí, póntelo. Pero el hombre que vemos hasta en la sopa se resiste. No le da la gana y con su conducta da consejos de muerte.
La demagogia es criminal. Me detengo en estas cuatro palabras, pero no puedo borrarlas porque son ciertas. Es imposible dulcificar las consecuencias de esta irresponsabilidad colosal. La demagogia mata. Puede ser un condimento natural de las campañas políticas. No llega a desaparecer en los gobiernos democráticos, pero suele atemperarse con los golpes de la realidad. No podemos, pues, imaginar el debate público sin las visitas de esa tramposa grandilocuencia que se separa inevitablemente del crudo realismo. Pero en tiempos de crisis, en momentos en donde nos jugamos literalmente la vida, la preocupación por el aplauso, la empalagosa adulación al pueblo sabio, noble y prudente, la megalomanía, la negación de los peligros que se enfrentan multiplican la muerte.
Es frente a ella, la muerte, que se levanta la responsabilidad política, dijo, con toda solemnidad Max Weber, hace un siglo. Son esas muertes que nos persiguen las que exhiben el impacto de la demagogia reinante. Halagos al pueblo y alabanzas del gobierno a sí mismo. Más que guías de cuidado, recibimos de la Presidencia, halagos. El pueblo se ha portado muy bien. La gente sabe qué hacer y no necesita vigilantes. La estrategia ha funcionado. Ya mero salimos de la crisis. De ese bombardeo se desprenden mensajes fatales. Cada quien sabrá qué hacer; no necesitamos corregir nada. La demagogia de estos días es la fuga más perversa ante la crisis más cruel. Minimiza el peligro, cierra los ojos a la realidad, abandona a cada quien a su suerte. Las instrucciones vagas, complacientes y contradictorias que escuchamos desde el poder federal responden claramente a las ensoñaciones de este populismo sin sentido de Estado que padecemos.