Hay ambiciones que tienen consecuencias imprevistas. El rey Midas deseaba convertir lo que tocase en oro. Se le concedió, y estuvo a punto de morir de hambre: no podía tocar sus alimentos. Consejo antiguo: «Ten cuidado con lo que pides, no vaya a ser que se te conceda».
Hay afanes absurdos. Los alquimistas buscaron un licor (alkahest) capaz de disolver cualquier cosa. De conseguirlo, ¿dónde pensaban guardarlo? El recipiente se disolvería.
Un moderno alquimista recomendó que todas las empresas pagaran sueldos superiores al promedio. Es decir: que el promedio fuera superior al promedio.
Acabar con la corrupción es una meta razonable. Destruir la corruptibilidad no, porque no es posible ni deseable cambiar la naturaleza humana. Cualquier régimen que pretenda la pureza absoluta es demagógico.
Lo razonable es tomar precauciones, transparentar la administración, someter a escrutinio la posible corrupción y castigarla, si la hay. Con sentido común. Si en un asilo hay abusos, hay que castigar a los abusivos, no cerrar el asilo.
Desde hace muchos años se habla de acabar con la pobreza y la desigualdad. Meta fallida, inevitablemente, por su confusión. Acabar con la pobreza extrema es perfectamente posible. Acabar con la desigualdad económica es imposible.
Hay desigualdades que pueden y deben terminar, por ejemplo: la esclavitud, la trata de personas, la exclusión racial, étnica, religiosa, lingüística. Pero la desigualdad económica no tiene esa importancia ni puede terminar. Para bien y para mal, la cultura del progreso empuja a ser mejores, destacar, distinguirse: no ser iguales. La desigualdad existe incluso entre millonarios. Por mucho que se esfuercen, siempre habrá otro que tenga más millones.
Lo importante es que todo ser humano disponga de suficientes calorías, proteínas, agua potable, ropa, techo, vacunas, vitaminas, educación básica; y esto sí se puede lograr.
Aprender es fundamental, la escolaridad no. Aprender es instintivo, y puede cultivarse. El mayor salto educativo es de gatear a caminar, de balbucir a hablar. Y no requiere escolaridad del niño ni la madre.
La escolaridad sirve para otra cosa: para discriminar a los que no la tienen. Cuando se impone como requisito (hasta para ser barrendero), se olvida que, durante milenios, ha habido grandes sabios, artistas, gobernantes, militares y empresarios sin escolaridad.
El ideal de saber para subir: que todos acumulen escolaridad, vayan a la universidad y lleguen a puestos elevados es ilusorio, porque las situaciones privilegiadas son, precisamente, las que no todos pueden tener. Si todos tuvieran doctorado, valdría cero. Si todos fueran presidentes, nadie lo sería. Si todos fueran campeones de natación, nadie lo sería.
Lo deseable es que todos sepan nadar, y sean buenos para algo que les guste, aunque no les produzca dinero, reconocimiento ni ascensos.
Las manos inteligentes fueron decisivas para el desarrollo de la especie humana y lo siguen siendo para el desarrollo personal. En la destreza, el cerebro coordina los dedos, los ojos y los oídos para producir resultados. Sin embargo, cuando se dice que la pobreza se resuelve con educación, no se piensa en la enseñanza de oficios. Las habilidades manuales son vistas con desdén frente a la educación superior, aunque los grandes cirujanos y los grandes pianistas llegan a serlo por el uso magistral de sus manos.
Para ajustar la escala de valores, sería bueno que los exámenes de admisión a la educación superior exigieran demostrar el dominio de un oficio manual. Y que el presupuesto educativo fuese generoso con las escuelas de artes y oficios.
Hay metas que rebasan a los individuos, familias, instituciones y empresas. Enfrentarse a la violencia de los delincuentes es lo que justifica la existencia del Estado, y su meta primordial. Un Estado que no da seguridad pública es un Estado fallido.
Creyendo cumplir sus objetivos, la Guardia Nacional (un ejército de más de cien mil personas), localizó y detuvo al narco Ovidio Guzmán. Tuvo que soltarlo horas después porque se lo ordenó el Presidente. Fue inexplicable.
En el primer día de su sexenio, Andrés Manuel López Obrador presentó una lista de 100 metas que, por el simple número, mostraba falta de foco. Cumplidamente, el sello de su presidencia ha sido la falta de foco.