En un contexto mundial donde la democracia luce en agonía, el populismo se impone por igual en los extremos derechos o izquierdos y los desórdenes de conducta parecen ser el común denominador de quienes en su afán protagónico han logrado los primeros puestos de los gobiernos del mundo –hay que darle un repasada a las descripciones conductuales a veces en el ámbito de la psicopatía, que los especialistas dan a los primeros ministros y/o presidentes de Francia, España, Reino Unido, Estados Unidos, Brasil, Chile, México y otros- una característica común es el afán de modificar la historia, para justificar su llegada y continuidad en los puestos que han alcanzado.
Las reclamaciones por eventos del pasado, la ambición de concentrar en el ámbito propio códices, pinturas, esculturas, así como la expresión más negativa de las propias taras –destruir efigies, monumentos y expresiones que remueven lo más nefasto del propio subconsciente- parece ser la identidad común, de estos populistas, que bien pudieran ser descendientes de Caín, a quien el creador protegió para que no muriera a manos de los buscadores de venganza, marcándole para que si bien lo identificaban como el homicida de su hermano y maldecido por eso mismo, no se permitiera el castigo de los hombres[1]. Si a esto le agregamos una gran preocupación por la explosión demográfica, la casi imposibilidad que las guerras lleven a una disminución poblacional y otros argumentos en el mismo tema –que si la guerra biológica, el castigo del cielo por los excesos de la humanidad, la reacción de la madre tierra- parece regresarle a la gente mayor, la posibilidad de ser los custodios de la historia, misma que dan a conocer a los descendientes mediante la vieja mitología de la tradición oral.
Así las cosas, los mayores de 70 que no ha sido víctimas mortales del covid-19, relatan “cuentos” de su propia historia a nietos y bisnietos hartos del encierro, la tecnología cibernética y la escuela en casa. Una de ellas, se refirió a los juegos del siglo pasado en lo que alguna vez fue territorio de los aztecas.
“Había una vez” un maravilloso país que tenía todo lo deseable por cualquier otro del mundo, tan hermoso que muchos deseaban quedarse con él, por igual los que cruzaban el océano para pisar su territorio que los que se habían ya instalado para vivir en las fronteras del norte y el sur. En su población había de todo, gran variedad de razas, visiones del mundo, muchos inteligentes, algunos incluso superdotados, en su gran multiculturalismo todavía hoy sigue habiendo muy trabajadores y algunos en extremo perezosos; pero de alguna manera, todos han sido, son y siguen siendo felices. Los que hoy dirigen el gobierno de ese país, alguna vez fueron niños que jugaban al trompo, balero, Yoyo, bote pateado, policías y ladrones, escondidillas, encantados, avión, béisbol y por supuesto canicas.
En cada una de las poblaciones de este mágico país, había patios grandes o en su defecto calles no urbanizadas en donde se podía jugar canicas, en sus variables de hoyo, tiro libre o círculo. Tener una colección de agüitas, ojos de gato, distintos colores en bolitas que no estuvieran cascadas, era uno de los mayores tesoros y más aún si se contaba cuando menos con una bombacha, que nos ayudara –según el juego- a sacar las del opositor o meter al hoyo la nuestra, para lograr el poder y estar en la ocasión no solo de quitarle sus canicas al competidor sino incluso de matarlo. Por supuesto siempre había vivales, con manos muy grandes lo que siempre media las cuartas según su conveniencia para obtener ventajas, aunque sea de manera tramposa. Cuando en el grupo se colaba uno de estos ejemplares, las cosas no terminaban bien o se tenía que retirar en medio de los gritos de rechazo de los jugadores y a veces de plano se lanzaba el perdedor con acciones violentas, acusando sin ton ni son a quienes le habían ganado. Si cerca del terreno de juego había un “huerto de los olivos”, se podía buscar el apoyo ilegal de un adulto vestido color aceituna, que desde siempre también se definía tramposo, -lo cual era excepcional- o tirarle una piedra a aquel que en justicia había ratificado -en acción o en omisión- el triunfo de los opositores. La piedra no siempre la lanzaba el niño tramposo, sino que buscaba a otros más grandes y resentidos, aunque fueran de una pandilla de otra colonia, para realizar este ataque y si plano de plano no lo lograba por la buenas lo hacía escondido en un árbol para evadir la culpa.
A final del día, el tiempo hacia que el tramposo, solo obtuviera triunfos no permanentes, así como la indiferencia y olvido de los jugadores honestos. Y lo mismo les empezó a pasar a niños de todo el mundo que luego de crecer pudieron lograr algún triunfo con discursos y simpatía que casi nunca correspondió a los resultados que ofrecieron por lo cual en medio de su amargura pasaron a la historia como fantasmas de lamentable memoria. Y colorín colorado este cuento se ha acabado. ¿Qué ocurrirá, con “en Marcha” de Francia? ¿Los partidos del mundo habrán aprendido la lección de lo que implica dejar pasar a estos movimientos que no solo son una amalgama de gente diversa sin ningún signo político y sin más afán que derrocar lo que perciben como viejo, inoperante o no de su gusto?
Si de algo sirven estos fatídicos liderazgos en gobiernos donde la población expresa su molestia de la misma manera que lo hacían los niños jugadores triunfadores en las canicas, es confirmar que los partidos y la democracia de algo sirven, que deben fortalecer sus estructuras, aprovechar la experiencia, aprender de su historia, trabajar no solo en épocas electorales y sobre todo seleccionar con cuidado sus liderazgos, teniendo como premisa que su mayor propósito no es caer en el hoyo o sacar canicas del círculo para mantener el poder sino gobernar para los ciudadanos.
[1] Libro de Génesis, capítulo 4. Del antiguo testamento. Hay interpretaciones acerca de esa marca, que se supone diabólica y heredable, pero se supone que la estirpe de Caín pereció con el diluvio.