Qué vergüenza el primer debate presidencial en Estados Unidos. En realidad no fue un debate, sino una imagen perfecta de lo que está ocurriendo en ese país y en otras naciones del mundo: la lucha entre una agotada democracia liberal representativa y el devastador populismo que la desafía.
Por un lado, el candidato demócrata. Un viejo político del establishment estadunidense que fue senador por 36 años y vicepresidente por ocho más. Uno de los productos más acabados de un mundo donde las instituciones políticas pesaban y estaban por arriba de los individuos. Donde era imperativo la negociación con la oposición para sacar adelante cambios legislativos.
Por el otro, el presidente Donald Trump. El disruptivo político, sin experiencia alguna, que venía del mundo del entretenimiento y nunca había tenido un puesto público hasta que se convirtió en el mandatario de la súper potencia. Un populista de libro de texto con la misión de destruir las fatigadas instituciones democráticas existentes, que no respeta las reglas y siempre polariza a la población.
Ahí están, los dos, cada uno en su podio, sin escucharse, sin dialogar.
El populista va con la intención expresa de sabotear el debate. De no dejar hablar a su adversario. De interrumpirlo y provocarlo para que caiga en el error. Le vale un pepino las reglas acordadas por su partido para este debate. Él es un bully, un macho alfa, que va a aniquilar a su rival sin miramiento alguno.
El demócrata, en cambio, se ciñe a las viejas reglas de la política estadunidense. Ve a la cámara para hablarle directamente al electorado con la intención de explicarles por qué tienen que votar por él. Presenta algunas propuestas de política pública. Trata, a toda costa, de no engancharse con el populista. Pero a veces, desesperado, no aguanta y se empantana en un terreno que desconoce. Nunca nadie en su larga carrera política lo ha atacado e insultado de esta manera. Las reglas, las formas, han desaparecido. El moderador no puede controlar al populista. El demócrata duda, trastabilla, se enfurece.
Tristísimo espectáculo de una de las democracias más añejas y admiradas del mundo. Total ausencia de debate, condición sine qua non de una democracia representativa liberal. Nada de buenos argumentos sustentados en evidencia empírica. Cacofonía pura e imposibilidad de escuchar al otro.
Trump hablando y actuando para su electorado. Biden en lo mismo. ¿Quién ganó? Quizá Biden porque era el que tenía más que perder estando arriba en las encuestas y teniendo que enfrentar a un bully como es Trump. Salió con algunas heridas, pero no noqueado. Al día siguiente, en las encuestas, subió ligeramente su ventaja en las encuestas y apuestas. Ligeramente, pero todavía estamos en el terreno de una elección bastante competida.
Nunca, que yo recuerde, en Estados Unidos un moderador les pregunta a los dos contendientes si van a aceptar el resultado de la elección. La pregunta está particularmente dirigida nada menos que al Presidente, quien es el más reticente a aceptarlo.
Bueno, pues Trump no se compromete. Si pierde, según él, será por un sistema electoral fraudulento. Critica duramente el sistema de voto por correo al que considera plagado de irregularidades.
Si gana, se quedará callado. Pero si pierde, no reconocerá el triunfo de Biden y peleará en todas las instancias para quedarse en la Casa Blanca. Se avecina, en este sentido, un rompimiento de una de las reglas más civilizadas e importantes de la democracia representativa liberal: el reconocimiento del perdedor de que, efectivamente, ganó su contrincante.
En México, una democracia novicia, conocemos bien este fenómeno. Cómo mina la credibilidad de las instituciones democráticas y divide a la población. Hacia ese mismo camino se dirigen los estadunidenses, que tienen una de las democracias más antiguas del planeta. Estamos, insisto, frente a la fatiga de las instituciones existentes desafiadas por el vigor de un populismo chocarrero.
El politólogo Adam Przeworski dice que la democracia es el régimen de la certidumbre de las reglas y la incertidumbre en los resultados. Bueno, pues las reglas ya no tienen la certidumbre de antes. Si el mismísimo Presidente las viola en un debate, ya ni hablar de lo que podemos esperar cuando finalmente se conozcan los resultados de la votación.
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