Tengo la impresión de que gran parte del mundo secular posmoderno sencillamente ignora que la inigualable metodología científica occidental (aquella proveedora de grados milagrosos de prosperidad prácticamente en todo sentido posible, así como en beneficio de la humanidad entera), procede de forma directa del núcleo ideológico del teísmo judeocristiano, así como del principio de que, el estudio de la naturaleza (es decir, de la obra del Creador) nos lleva tanto a conocerlo mejor a Él de modo indirecto, como a poder realizar mejor Su obra y Su voluntad en este mundo terrenal y pasajero (amar al prójimo, curar al enfermo, alimentar al hambriento, vestir al desnudo, etc).
Una cosa parece haber llevado a la otra, y posiblemente de ese modo (y sobre todo a partir del lógico aunque casi mágico, auténticamente milagroso éxito de las ciencias empírico-positivistas) surgió la falaz idea en la mentalidad occidental de que, así como se pudo comprobar que se podía dar una explicación racional y científica al mundo natural (es decir, a la creación del Creador) lo mismo sucedería entonces con el Creador en sí y todos sus misterios de orden metafísico; es decir, que las matemáticas, la física, la astronomía, la química e incluso la geología confirmarían, de manera eventual y verificable (científica), la existencia misma de Dios; en pocas palabras, que el método científico vendría siendo algo así como el cascarón de un huevo, mismo que contendría en su interior a Dios (que vendría siendo la yema), y a la creación de Dios (que vendría siendo la clara).
Obviamente lo anterior nunca sucedió (ni seguramente sucederá jamás), y ese hecho pareció convertirse en la pólvora misma que impulsaría con asesino ímpetu, la bala homicida (o, más bien dicho, deicida) que atravesaría mortalmente el corazón de Dios a finales del siglo XIX.
“Gracias al método científico, pudimos probar la existencia física del mundo físico, pero no logramos probar la existencia física del mundo metafísico, ergo, la metafísica no existe”.
Y entonces parece haber surgido desde entonces una cruenta y un tanto absurda batalla entre teístas y naturalistas, como si una cosa, de forma invariable, tuviera que lógicamente excluir a la otra: los fanáticos religiosos negando la existencia de la ciencia y los fanáticos ateos negando la existencia de la metafísica.
Obviamente ambos extremos del espectro se encuentran totalmente equivocados.
La manera correcta de comprender el fenómeno anteriormente citado es concebir que el cascarón del huevo en realidad no es la ciencia, sino Dios, y que éste contiene en su interior a su propia yema (que no es otro que el mundo físico, natural y, por ende, también las ciencias que lo estudian y lo explican) pero también a la clara, que es nada menos que su basto universo metafísico.
Lo anterior obviamente significa que aquel fanático religioso que niega la existencia de “la yema” (es decir, de la ciencia), está en contra del huevo mismo (es decir, nada menos que en contra del propio Dios al que dice defender), y que el fanático naturalista que niega la existencia de la clara (y lo llamo fanático por su invariable carencia de elementos de orden científico para lograr confirmar sus dogmáticos e irracionales prejuicios en contra de “la clara”), evidentemente niega esa propia ciencia a la que dice defender, además de limitarse a sí mismo a una especie de absurdo e innecesario ostracismo, que no le permite (por obra de su propio fanatismo) ver más allá de “la yema”, perdiéndose ilógicamente así no sólo de los beneficios de mucho más de la mitad del huevo, sino de las mejores y más saludables partes del mismo.
Y es que la fe no sólo no es contraria al mundo físico, sino que es absoluta y perfectamente compatible con el mismo. Lo anterior significa que el mundo físico (y, por ende, las ciencias, la tecnología, etc.), es, en cierto sentido, un aspecto que Dios mismo posee enteramente, pero no exclusivamente. Es decir, Dios es toda ciencia y todo conocimiento verdadero, universal, racional y verificable, pero es, además de todo lo anterior, mucho más que todo lo anterior. Por lo tanto, podemos afirmar que Dios es la racionalidad y las ciencias verdaderas y de todo tipo sin temor a equivocarnos, pero el punto medular es que Dios es también mucho más que ese material y extremadamente limitado rubro del conocimiento humano y del universo mismo.